El Poder sabe que debe dejar alguna espita que libere la presión con que gobierna, exprime voluntades y llena las arcas en beneficio de los detentadores de su autoridad. La iglesia era, en otros momentos históricos, ese “opio” que adormecía las conciencias, confortándolas con un paraíso de justicia ubicado más allá de la muerte y actuando con una complicidad criminal que aconsejaba el sometimiento paciente y sufriente como pasaporte a la gloria celestial.
Luego fue el deporte, con el advenimiento de una democracia que tiñó de banderas las regiones y las saturó de instituciones burocráticas y de cargos políticos que multiplican el coste de una Administración ruinosa, el deporte como fiesta para el desahogo y el patrioterismo más simplón y ramplante de cuantas emociones se pueden inducir para cegar inquietudes y desviar preocupaciones colectivas. Ninguna invasión militar extranjera poblaría de enseñas patrias los balcones de nuestras ciudades como las que hoy contemplamos con el triunfo de la selección española en la Eurocopa: una histeria alimentada por los medios de comunicación que, de de forma monográfica y asfixiante, se dedicaron por todas las cadenas de televisión, públicas y privadas -salvo alguna excepción-, a retransmitir el ritual de una celebración multitudinaria en medio de las calles, sin que las fuerzas del orden público ni ninguna autoridad gubernamental lo reprimiera como suele cuando son jóvenes los que protestan por recortes en la educación.