Porque en este cuento modernizado el cisne sí sabe que lo es. Vive con otros cisnes. Sabe que tiene el cuello elegante y largo, sabe que se desplaza flotando como si el agua fuera aire, sabe que puede extender las alas. Ve a otros cisnes que lo hacen. Su plumaje todavía no es de un blanco inmaculado, sus alas pueden crecer varios centímetros más; pero ahí está, lo sabe. Cuando se haga mayor.
Un día, de manera sorprendente, algo ocurre. En su zona del estanque ya no pasean los grupos de niños lanzando palomitas ni golosinas a todas horas. Los cisnes mayores realizan acrobacias, nadan rápido en línea recta desplegando sus enormes alas y, tras varios intentos, consiguen elevarse y huir del estanque. Pero el cisne aún no tiene las alas con esa envergadura ni con la suficiente fuerza. Esto lo descubre de la peor manera posible: varios accidentes que lo empotran con la valla que circunda el estanque. No puede escapar. Sin embargo, observa que el resto de inquilinos del lugar siguen hermosos y felices: palomas, gorriones y patos no han hecho el mínimo esfuerzo por huir. Tampoco pasan hambre. En su zona abunda la comida. Un vejete se concentra en esa parte del estanque, espacio de cemento fuera del agua, y lo llena todo de migas de pan a la misma hora exacta cada día. ¿Por qué no? piensa el cisne, ya que no puedo salir de aquí. Porque todavía no es adulto como los que se marcharon. Sale del agua y se acomoda en la seca y rectilínea superficie. Aprende rápido de los patos a pegar chillidos inconexos, a moverse torpemente para llamar la atención del viejo, puntual a su cita. A veces regresa al agua, junto a los otros patos, y también consigue en tiempo récord nadar desordenadamente y sin gracia como hacen ellos, con empujones inconexos, para conseguir unas migas extra dirigidas especialmente a él por las manos ancianas.
Con el tiempo ya no hace falta ni pisar el agua, se consigue más en la planicie de cemento. Y poco a poco, el cisne olvida que sabe nadar. Poco a poco su plumaje se vuelve opaco y sin brillo, amarronado para no destacar contra el resto de patos que siempre han estado ahí. Al cisne se le olvida que tiene alas, que tenía alas, que quizá si hubiera dedicado más tiempo a moverlas en vez de a revolcarse por el barro que queda en los charcos del cemento para conseguir un color marrón-pato, esas alas ya le habrían sacado del estanque hacia otro lugar. Pero ha estado demasiado ocupado aprendiendo a ser pato. No se dio cuenta de que sus alas crecieron esos varios centímetros. Gracias al aprendizaje intesivo, el cisne hasta cree que es un pato. Ese día recoge el cuello y lo deja a la altura de las otras aves. Repite todo lo que ha aprendido; soy un pato marrón y chillo de manera inconexa y torpe y nado mal. No se da cuenta de que le basta estirar ese cuello -que ya no recuerda- para alcanzar más migas de pan que el resto. Que le basta con ser lo que era: un cisne. Pero se le ha olvidado. [I]
Las cifras hablan. Las cifras comienzan a hablar y se amontonan. Suele ocurrirme cada cierto tiempo, una vez a la semana, dos. Cada vez es más frecuente. Hasta que aparece un dolor agudo, como de la apendicitis que nunca he tenido: coinciden párrafos y párrafos y párrafos de artículos variados, sociales, políticos, históricos, económicos y culturales. Temas laborales, temas generacionales y demográficos, o vidas de escritores muertos, vida de escritores vivos, presentaciones de libros. Y hablan las cifras, mis cifras, aunque no sean importantes como dato personalizado sino como dato de contraste de una realidad ignorada que nunca encuentro en los artículos.
Y salta el resorte de la furia.
Vengo a contaros cosas que os van a incomodar. Cosas que los cisnes pasan por alto en sus artículos y en sus análisis. Es lógico que no lo sepan; no me imagino, por ejemplo, a un Javier Marías empleando su dialéctica para convencer a otro señor de que se lleve la nueva maquinilla de afeitar con triples cabezales que acaba de salir al mercado porque sus columnas tengan una remuneración igual a cero. Tampoco me imagino a Manuel Jabois eligiendo que su hijo Manu no nazca porque hace viajes sin parar y no le pagan las crónicas, quizá meses más tarde, y además la empresa de su mujer entra en suspensión de pagos y entre los dos suman cero euros de ingresos todos los meses.
Empecemos por la cifra más importante.
Llevo 25 años escribiendo, 21 de ellos en privado, los últimos 5 de manera pública. He tenido que perdonarme a mí misma por ello, aunque no ha sido fácil. Nadie ha tenido la culpa. Hice lo que sabía, lo que se podía en ese momento. Este y aquel otro autor relamido hablan poéticamente del oficio de escribir y que no saben cuándo ni por qué empezaron. Yo sí sé cuándo, sé cómo. El por qué lo sabré cuando finalice mi licenciatura en Psicología y me especialice a investigar sobre la creatividad humana.
Es un sencillo tema de ir a destiempo. Los autores empiezan en la adolescencia o adolescencia tardía, sobre los 18-20 años, o incluso en décadas posteriores. Se esfuerzan en una primera (o primeras obras) y van con ella de aquí para allá hasta que sale a la luz. Luego otra, luego otra, etc. Es preciso tomar decisiones racionales y planificar agendas, no sale porque sí y ya. Así se construye el oficio. En este marco estándar, tienen sentido todos los talleres, enseñanzas y ayudas, todas las gilipolleces y todos los clichés que se siguen repitiendo en el imaginario popular.
Si empiezas con 11 años es otra historia. No me refiero a los típicos cuentitos que te mandan para clase. Esa experiencia ya la tuve con 8 años y debo confesar, con sorpresa, que no obtuve ningún placer escribiendo la historia. Escribir me pareció una gran chorrada. Nos pidieron un cuento para celebrar el centenario del colegio, de cada curso se elegirían los mejores para una publicación conmemorativa de andar por casa. Escribí la típica historia (¿por qué todos los niños escriben lo mismo?) en el que unos animales del bosque, pero antropomorfos, parlanchines y con ropa, trataban de impedir que el cazador humano los matara. Me esforcé más haciendo una portada con el dibujo de todos los personajes. La narración no fue seleccionada pero, como siempre, recibí la felicitación de que el original no tenía una sola falta ortográfica por ningún lado.
Pero a los 11 la cosa cambió. Los diarios que escribía desde un año atrás se convirtieron en otra cosa: en diarios para ser leídos, y así han continuado hasta hoy. Entre los párrafos, reflexiones e ideas exploratorias que daban origen a empezar el trabajo con alguna obra independiente.
Las clases en el colegio iban tan lentas que un alto porcentaje de cada una lo dedicaba a escribir mis cosas. Más aparte el tiempo reservado a escribir o a trabajar en la obra en curso. Un cálculo superficial (a lo bajo) da unas 4 horas cada día escribiendo (en vacaciones escolares eran muchas más). Todos los días. De todo el año. Durante años.
De forma natural y sin hacer esfuerzos. Sin planear nada. Sin renunciar a nada. No sé cómo explicártelo: es posible que tengas algún hábito que siempre has tenido y siempre tendrás, por ejemplo al irte a dormir. Algo natural que siempre haces, estés donde estés, aunque sea la otra parte del mundo porque andas de vacaciones, pero sigues la misma rutina en ese hotel caribeño que en tu casa. Pues esto es lo mismo. Qué coño sacrificio. Vivir es escribir y las dos cosas pueden fusionarse. Pero igual que tienes tus rutinas de ponerte el pijama y eso no influye en las labores que realices durante el día o en disfrutar de tu tiempo libre con otras actividades, también sucede con la escritura. La escritura, sin embargo, aplasta todo lo demás. Porque es un arte que tiene una característica muy peligrosa: son pensamientos, y los pensamientos están en marcha 24 horas al día. Incluso durmiendo, en sueños. Es imposible detenerla.
Para cuando llegué a los 20 años, ya había participado en no sé cuántas decenas concursos literarios, incluso de manera no permitida, porque en las bases piden la mayoría de edad y me quedaban siete, seis, cinco o cuatro años para alcanzarla. O tres, o dos, o por fin la mayoría de edad para participar cómodamente. No alargaré los detalles pormenorizados, pero es la única opción viable que encontré. Concursos. Literarios. Etcétera.
Si mi adolescencia en su conjunto ha sido jodida, y el resto de todo mi existencia hasta más o menos el año pasado también ha sido el mismo pozo sin fondo de baja autoestima, es única y exclusivamente porque mis escritos no iban a ninguna parte. Claro que es un mal análisis con la perspectiva de hoy, con lo que realmente son los concursos literarios de los que estoy hablando (tipo Premio Loewe o así). Pero era la única opción que sabía en su momento.
Esto es lo que he tenido que perdonarme: el reduccionismo de considerar que soy basura por no obtener ni una sola mención (por tanto, no escribir nada de calidad) pero no poder parar de escribir como una anormal poseída.
Una moneda siempre tiene dos caras. Igual que la literatura ha sido mi condena, también ha sido mi salvación cuando no había nada más. Muchas de las decisiones en apariencia irracionales (de un día para otro, sin existir reflexión aparente) han tenido como base la escritura. Si cambién Ciencias por Periodismo es porque esta última carrera me permitiría escribir artículos; si de repente he empezado la carrera de Psicología es porque esta carrera me permitirá escribir artículos científicos o investigar los procesos de creatividad relacionados con el escribir.
Las siguientes cifras tienen que ver con el empleo y los años. Con el adoctrinamiento social al que he estado sometida hasta convertirme en un pato amarronado. Pero eso será en la parte II.
Baste decir que no entiendo cómo sobrevive la gente, si por ejemplo mi ciudad natal, Málaga, con su casi 30% de paro, sigue con los mismos precios en todo como si fuera Madrid o Barcelona pero los salarios están a la mitad. Siempre fue así, lo sigue siendo.
O que no es ya la crisis sino la caradura, si hace 16 años, como estudiante y becaria, tenía un escueto salario de 300€/mes y 16 años después, uno de mis penúltimos salarios ha sido de 295€/mes. Así, porque no hay otra cosa (te dicen). Porque encima, da las gracias (te dicen). Porque no eres nadie como para alzar la voz.
Claro.