Revista Literatura

El coche fúnebre

Publicado el 07 septiembre 2011 por Agora
El coche fúnebre

Una vez más rechinó la herrumbrosa verja del cementerio y me giré hacia las bostezantes sombras, sabiendo que él estaba ahí. El hedor volvía a ser insufrible, nuevamente aquella blasfema oscuridad ascendía desde los infiernos, buscándome, saliendo de entre cientos de pestilentes cadáveres, de pútrida carne, de un mundo de ratas y reptiles, donde estos se escabullían entre los huecos de los ojos de descarnadas calaveras.

Había vivido aquel espanto muchas otras veces. Sí. Desde el día en que los lujuriosos celos me vencieron y asesiné a Antoine de Saint Rolfing. Aunque hay abominables sucesos que no se pueden describir, que deben vivirse, lo recuerdo entrando a mi pequeño establecimiento en busca de unas tablas para no sé qué arreglo. No me reconoció, pero mis abyectos ojos sí. Con hipócrita voz de inocencia le solicité su número de teléfono para cuando recibiese la mercancía y él, ¡se abrieron los cielos jugando con la suerte!, me entregó una tarjeta de visita donde constaba, además, su dirección.

Cuando se marchó no pude resistir entrar en la trastienda y coger una botella de güisqui y recrearme en mi dipsomanía. Me vi reflejado en el espejo que solía utilizar mi exmujer y vi en mis ojos una profana ceguera, rebosantes de endemoniada crueldad y como aquella insoslayable idea se abría paso en mi entendimiento, como el loco sentimiento que había movido a los hombres desde los primeros tiempos, desde que descendieron de los árboles, anidaba en mi voluntad.

¡Debía matarle! Los movimientos siguientes fueron fáciles. Si él estaba en la ciudad significaba que ella también. La busqué, enloquecido por las heladas garras de los celos, y la encontré. Aún tenía amigos que la conocían y que no habían perdido el contacto con ella. Con mi voluntad convertida en la más astuta de las serpientes, escuché que desde hacía dos meses vivían en la ciudad, trasladados por sus respectivas empresas y con el objetivo de mantenerse cerca de su hijo.

Moviéndome con la cautela de un lobo al acecho, averigüé donde trabajaban, el horario de trabajo, los días, etc. Supe que ella seguía trabajando para la administración regional y su jornada era de lunes a viernes, siempre por la mañana. Él trabajaba para la administración local, y a turnos, un día de cada cuatro, guardias de veinticuatro horas.

Necesitaba hacerme con una planilla de trabajo y la oportunidad se me presentó en bandeja dos días después, cuando un habitual cliente se dejó caer por mi establecimiento. Gustave era un jefecillo en la Prefectura y mi maligna inteligencia supo conducir la conversación hacia donde yo pretendía, mientras él se ensimismaba entre tablas, lacas, sierras y otras naderías. Mis ojos brillaron como los de un lobo cuando supe el día que Antonie trabajaba.

La suerte estaba echada. Los dos siguientes días el sueño se negaba a acercarse a mi lecho, las horas goteaban pesadamente y las botellas vacías de güisqui crecían a los pies de mi cama. En el momento más inopinado, totalmente borracho, los movimientos a seguir se presentaron ante mí como si los estuviese viviendo.

Ya no sabía distinguir los momentos de lucidez de los de confusión, los serenos de los ebrios: no, no sabía ni podía distinguirlos.

Como en un sueño me vi llegando a su casa. Él me abrió confiado y sorprendido de verme allí con el material que me había solicitado, aunque mi envilecida voluntad procuró que las medidas no fueran las exactas para, si aquel primer intento fracasaba, regresar a la casa que se había convertido en objeto de inconfesables deseos.

Le había levantado de la cama, donde descansaba de su recién finalizada guardia. Mejor. Me pidió que pasara y, en ese momento, me dio la espalda. Fui más rápido que una ponzoñosa serpiente, le clavé el finísimo punzón en la espalda, a la altura del corazón, y cayó fulminado, sin dolor, sin percatarse de su propia muerte.

Entonces le arrastré hasta el lecho, aún se dibujaba su silueta en el mismo, desprendiendo el calor de un cuerpo tapado hasta hacía unos instantes. Le acosté y le cubrí con la ropa. Miré con desquiciados ojos y en mi sueño todo estaba perfecto. Recogí el material y salí. Nada delataba mi presencia en aquella casa, nada debía delatar mi relación con aquel hombre. No había recibido ningún material no solicitado, por lo tanto nunca pude acercarme allí para entregarlo.

Bebí. Bebí buscando sumergirme en el sueño de los sueños, pero no lo conseguía. Aquella pesadilla se repetía una y otra vez en mi atormentado cerebro, mientras el eco traía el lejano nombre de lujuria.

Bebía con avaricia cuando otro sueño me asaltó. En esta ocasión me encontraba en una iglesia y en un funeral. El velatorio era por el eterno descanso de Antoine de Saint Rolfing. ¡Sí! Estaba muerto, ya no era precisa mi asesina mano.

Finalmente el ataúd fue introducido en el coche fúnebre y el séquito se dispuso a seguirlo. Yo también cogí mi coche y les seguí. El cementerio estaba a varios kilómetros de la ciudad, y la fatalidad debía acompañar al finado, pues el vehículo tuvo un accidente, volcó y el ataúd se salió, rebotando sobre el asfalto. Fui testigo de todo ello. Se abrió la caja y el cuerpo salió de la misma, rodó unos breves instantes y se desvió a la acera, entrando por una pequeña calle lateral.

La viuda no estaba al alcance de mi vista, pero podía sentir su enorme dolor ante el espectáculo.

Y el que siguió.

Jamás encontraron el cuerpo. Allí no habían alcantarillas abiertas, ni sótanos, ni nada donde alguien pudiese esconder el cadáver. Una pequeña calle sin salida, de no más de veinte metros, que daba acceso a un portal, cuya puerta estaba cerrada. Los funerarios, los amigos, todos buscaron el cuerpo en el lugar donde lo habían visto desaparecer, pero no se encontró.

Entonces desperté de mi borrachera. Supe, no sé cómo, que todo lo había vivido. Me vi encaramado sobre el techo de mi coche para seguir mejor la macabra escena que acababa de presenciar, de como los que buscaban el cadáver regresaban negando con el rostro, un extraño gesto de incomprensión y― espanto de los espantos― con las manos vacías.

Desde entonces él ha estado hostigándome. Lo he notado en los momentos en que la temblorosa oscuridad me rodeaba, siempre precedido del rechinar de la verja del cementerio, y cuando en asfixiantes instantes un putrefacto hedor me rodeaba, sabía que él estaba allí, la carne pútrida, cayéndole como jirones de los huesos, mirándome desde vacías y agusanadas cuencas, aguardando su momento.

Hasta hoy. Hoy ya no huiré. No puedo seguir escapando a su presencia. Él tiene todo el tiempo del mundo, pero yo ya no tengo fuerzas, ni ganas. No conseguí a la mujer que he amado toda mi vida, él me impidió acercarme a ella.

He decidido esperarle. Le aguardaré aquí, con las luces apagadas, la puerta de mi casa abierta. Hoy he decidido aguardarle.

Francisco Javier Illán Vivas


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