Revista Literatura
Hoy quisiera compartir con ustedes un cuento tomado de la novela "The Night Shift" del gran escritor Stephen King, donde hace gala de su gran calidad narrativa: "EL COCO"; disfrútenla..
EL COCOSTEPHEN KING
—Recurroa usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre eldiván del doctor Harper.Elhombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de laenfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrialde Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.—Nopuedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogadoporque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matara mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.Eldoctor Harper puso en marcha el magnetófono.Billingsestaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus piessobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometíaa una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como uncadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba elsimple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaranescenas e imágenes.—Quieredecir que los mató realmente, o...—No.–Un movimiento impaciente de la mano—. Pero fui el responsable. Denny en 1967.Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.Eldoctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado yenvejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todoslos secretos miserables del whisky.—Fueronasesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.—¿Porqué?—Porque...Billingsse interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otroextremo de la habitación.—¿Quées eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajososcuros.—¿Quées qué?—Esapuerta.—Elarmario empotrado –respondió el doctor Harper—. Donde cuelgo mi abrigo y dejomis chanclos.—Ábralo.Quiero ver lo que hay dentro.Eldoctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta.Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas.Abajo había un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había unejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.—¿Conforme?–preguntó el doctor Harper.—Sí.–Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.—Decía–manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla—, que si se pudieraprobar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían.¿Por qué?—Memandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Yen una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todaslas habitaciones. –Sonrió a la nada.—¿Cómofueron asesinados sus hijos?—¡Notrate de arrancármelo por la fuerza!Billingsse volvió y miró a Harper con expresión aviesa.—Se lodiré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo ypretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porquela madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Mebastará con contárselo.—Muybien. –El doctor Harper extrajo su pipa.—Mecasé con Rita en 1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estabaembarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar unasonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuveque dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a losdos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después delnacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació enel verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Esodijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fuemás que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a lasmujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?Harperemitió un gruñido neutro.—Perono importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, comosi hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.—¿Quiénmató a los niños? –preguntó Harper.—Elcoco –respondió inmediatamente Lester Billings—. El coco los mató a todos.Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, ustedcree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseoes desahogarme e irme.—Leescucho –dijo Harper.—Todocomenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Dennyempezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamentode dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Alprincipio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a lacama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que lediéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos seechan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacensufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacenmaricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que suchico, su hijo varón, es marica?>>Sinembargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé aacostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Ritadijo que repetía a cada rato "luz, luz". Bueno, no sé. ¿Quiénentiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.>>Ritaquiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan ala pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea.No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando espequeño, nunca se acostumbrará a ella.>>Detodos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lometí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía.Señaló directamente el armario cuando lo dijo. "El coco –gritó—. El coco,papá.">>Apaguéla luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñadoesa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero mecontuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenadaembustera.>>Verá,ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargarcamiones de <<Pepsi–Cola>> en un almacén, y estaba siempre cansado.Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos ygimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por laventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podríasmatarlos.>>Bien,el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, mediodormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté quelo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó agritar.>>Melevanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto.Blanco como la harina excepto donde la sangre se había..., se había acumulado,por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las...eh... las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatadosy vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre larepisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un críonorteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañalesy pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto aorinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.Billingsmeneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa,grotesca.—Ritachillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lopermití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé... —¿Supoentonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.—Oh,no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mimente lo archivó.—¿Quéfue?—Lapuerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yosabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío sepone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?—Sí.¿Qué sucedió después?Billingsse encogió de hombros.—Loenterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobretres pequeños ataúdes.—¿Hubouna investigación?—Claroque sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico—. Vino unjodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y unazamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue eldiagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!—Elcolapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harperpuntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados dedefunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...—¡Mierda!–espetó Billings violentamente.Harpervolvió a encender su pipa.—Unmes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny.Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió,por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hayque sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados.Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía roncagritando: <<¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientessubmarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Lejuro por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fueel resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad.Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguióque la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso elestómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampocodebe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamentea la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No queríaque mi pequeña se llenara de microbios.>>Asítranscurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna,empieza a aullar y chillar y llorar. "¡El coco, papá, el coco!">>Esome sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta delarmario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esanoche a nuestra habitación.—¿Y lallevó?—No.–Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron—. ¿Cómo podíaconfesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ellahabía sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se acostóconmigo cuando aún no estábamos casados.—Porotro lado –dijo Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostócon ella.Billings,que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volviólentamente la cabeza para mirar a Harper.—¿Pretendetomarme el pelo?—Claroque no –respondió Harper.—Entoncesdeje que lo cuente a mi manera –espetó Billings—. Estoy aquí para desahogarme.Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que ustedespera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Séque a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.—Deacuerdo –asintió Harper.—Deacuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido elhilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puertadel armario, que estaba herméticamente cerrada.—¿Prefiereque la abra? –preguntó Harper.—¡No!–se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa—. ¿Qué interéspodría tener en ver sus chanclos?Ydespués de una pausa, dijo:—Elcoco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando susrecuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí unruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... laluz del pasillo estaba encendida... y... ella estaba sentada en la cuna,llorando, y... algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.—¿Lapuerta del armario estaba abierta?—Unpoco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba agritos del coco. Y dijo algo más que sonó como <<garras>>. Sólo queella dijo <<galas>>, sabe. A los niños les resulta difícilpronunciar la <<erre>>. Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía.Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en eltecho.—¿Galochas?–preguntó Harper.—¿Eh?—Galas...galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en elarmario y se refería a eso.—Quizá–murmuró Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció quedecía <<garras>>. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puertadel armario—. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.—¿Miródentro del armario? —S-sí.–Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tanfuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.—¿Habíaalgo dentro? ¿Vio al...?—¡Novi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaronatropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de sualma—. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra.Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo denegros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado:muy brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo<<me pilló, papá, tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú leayudaste a matarme>>. Su vozse apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.—Fueuna convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señaldel cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se habíaasfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volversolo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuerade sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan lasconvulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser elproducto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso.Dormí en el sofá –susurró—. Con la luz encendida.—¿Sucedióalgo?—Tuveun sueño –contestó Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo queyo no podía..., no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., unruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentosde la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles,capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos deotros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido,¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a unacantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negroverdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en elpelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé quelo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras... largas garras...Eldoctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billingsestaba hablando desde hacía casi media hora.—Cuandosu esposa volvió a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?—Aúnme amaba –respondió Billings orgullosamente—. Seguía siendo una mujer sumisa.Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirvepara aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepaocupar su lugar... Su... su... eh...—¿Susitio en la vida?—¡Esoes! –Billings hizo chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh,durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvobastante mustia..., arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV,no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, unono llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto pararecordar cómo eran, exactamente.>>Queríaotro bebé –agregó, con tono lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, no deforma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nosconformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamostenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscaruna babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol silos padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no queríatener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después deque nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgartrotacalles. ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de lasenfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro... con unaprostituta. Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en elpene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a laboda.Billingstamborileó con los dedos sobre su pecho.—Elginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino.Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en elaparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Nisiquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió aquedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.—Ningúnmétodo anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo es en elnoventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado porcontracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casosexcepcionales, durante la evacuación.—Sí. Ola mujer se lo puede quitar.—Esposible.—¿Yentonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y comeencurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser lavoluntad de Dios. Mierda.—¿Elbebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?—Exactamente.Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver conél, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado eljaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero noolvide cuánto había sufrido yo.>>Sinembargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de lacamada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley nose había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy eraidéntico a mí.>>Cuandovolvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía ygorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoycontando?>>Yuna noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre lacuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regaloshasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo,comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería másque a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros dela firma <<Cluett and Sons>>. Había prosperado mucho y cuando Andycumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malosrecuerdos.>>Ydemasiados armarios.>>Elaño siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la manoderecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y loshippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nadade eso nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos.Éramos felices –resumió sencillamente—. Un día le pregunté a Rita si no estabapreocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no seaplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con uncírculo mágico.Billingsmiró el techo con expresión morbosa.—Elaño pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar loschanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario.Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo paraabalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidosextraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahídentro.>>Ritame preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Merevolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo mealegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar quenos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido quebuscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando porlas alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nosencontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé asospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe,termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustabancuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existíanrealmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños queaparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tansólo habían desaparecido. Quizá...—¿Seestá evadiendo de algo, señor Billings?Billingspermaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Porfin dijo bruscamente:—Andymurió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre.Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo ycreían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.>>Sumadre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientesgraves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Peropor la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban enabrirse.Billingsse humedeció los labios.—Elniño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuandocumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio.Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman conlos padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algoparecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no queríamudarlo. Tenía miedo, después de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.—¿Perolo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.—Sí–respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza yamarilla—. Lo mudé.Otrapausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. —¡Tuve que hacerlo! –Espetó porfin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en lacasa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a... –Girólos ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—. Oh, no mecreerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé.Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.>>Unanoche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, allevantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre elarmario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No losé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados ycubiertos de limo, los espejos se rompían... y los ruidos... los ruidos...Sepasó la mano por el cabello.—Medespertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio medecía: <<Es sólo el reloj.>> Pero por debajo del tic-tac oía quealgo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yolo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregaderode la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavementesobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo eraespantoso, verlo sería...>>Ysiempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luegoestallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias.Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.Billingsestaba pálido y tembloroso.—Demodo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era másdébil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente,cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie enla cama y gritando: <<El coco, papá... el coco..., quiero ir con papá,quiero ir con papá.>>La vozde Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar todasu cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.—Perono pude. –El tono atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde oíun alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que leamaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí,corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudíacomo un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvadosy una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratónmuerto en una botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró eltimbre de adulto—. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billingssonó fría y muerta—. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuandouno patina sobre un estanque en invierno.—¿Quésucedió después?Oh,eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta—. Fui a unacafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, comoprueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Despuésvolví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primerpiso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un pocode sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.Secayó. —Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.—Pídaleuna hora a la enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves?—Sólohe venido a contarle mi historia –respondió Billings—. Para desahogarme. Lementí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajarde la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo queparecía. Un accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita...comprendió... finalmente.—Señorbillings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después deuna pausa—. Cree que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, peroantes tendrá que desear realmente librarse de ellos.—¿Acasopiensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos.Estaban rojos, irritados, doloridos.—Aúnno –prosiguió Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?—Malditocurandero –masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Estábien.—Pídalehora a la enfermera, señor Billings. Adiós.Billingssoltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás. Lasilla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había uncartelito que decía <<Vuelvo enseguida>>.Billingsse volvió y entró nuevamente en la consulta.—Doctor,su enfermera ha...Perola puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.—Quélindo –dijo la voz desde el interior del armario—. Qué lindo.Laspalabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algasdescompuestas.Billingsse quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvouna vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.—Quélindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.Aúnsostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garrasespatuladas.