-Es una bagatela, un detalle sin importancia -comentó un tanto aturdido por mi reacción, la cual debió considerar excesiva, a juzgar por su mirada de extrañeza.
Volví a mirar el colgante y sonreí de nuevo, algo más calmada, aunque el brillo de mi mirada aún perduraba en mí. Sabía que poseía el brillo de la alegría como si me viera reflejada en un espejo. Me había escuchado, no solo oído. Llevaba haciéndolo durante semanas. Para mí, que un hombre me escuchase y no solo me oyera, era algo inusual, casi imposible de creer que sucediera algún día, como encontrar la aguja perdida en el pajar.
Aquella "bagatela", como Manuel la había llamado, significaba para mí mucho y lo curioso es que él ni se había apercibido de ello. Su naturaleza le hacía que realizara acciones y tomara decisiones meditadas pero aún no era capaz de entender la trascendencia que a ellas yo le daba. Que me escucharan..., ¿acaso no es eso lo que la gente hace? Mi respuesta a esa pregunta era NO. La gente no escucha, los hombres no escuchan, yo al menos había percibido eso en mi persona. Y en aquel momento él, con un simple gesto, con un colgante al que acababa de llamar, "detalle sin importancia", había cambiado mi vida, sin darse cuenta.
El colgante era una concha pulida, cogida de una playa por mí imaginada en el momento mismo en que lo depositó con un gesto suave en mi mano. Las olas sonaron en mi cabeza, acariciaron mis oídos con su murmullo tranquilizador, arrullaron mi alma herida, me devolvieron la fe.
Hacía semanas que había contado a Manuel que estaba disgustada por haber perdido un colgante de concha natural que una gran amiga me regaló hacía años. Me lo puse, le comenté, el broche debió aflojarse y lo perdí. Mi disgusto fue monumental y me afecto muchísimo. Aquel comentario vino a colación de una conversación en que confesamos que a ambos nos gustaba el mar, los paseos por la playa, el ruido del oleaje suave en la noche, la sensación de paz que la luna reflejada en las aguas negras imprimían a nuestro corazón. Y entonces hablé de mi colgante de concha de la Toja y le dije lo mucho que me había entristecido perderlo. Se apenó por la pérdida casi como si se hubiera tratado de la de un amigo que se va, pero calmó mi tristeza con palabras de ánimo.
Manuel me conocía bien y sabía que cualquier pequeño hecho o circunstancia que se alejara de la balsa en que yo deseaba que mi corazón navegara, enturbiaba mi existencia hasta límites insospechados. Había muchas cosas por las que llorar, acontecimientos verdaderamente graves, pérdidas irreparables por las que sufrir pero yo lo hacía por cosas pequeñas, como perder un colgante, haber recibido una mala contestación de alguien apreciado o tener un mal día en la oficina. Todo enturbiaba mi paz interior pues yo tenía tocada mi alma y Manuel lo sabía. Sin embargo, lejos de alejarse de mí, como muchas personas que se llaman "amigas", hacen cuando a uno le visita la tristeza por una temporada excesivamente larga, él había aprendido a conocerme..., más bien había deseado hacerlo. Cuando alguien quiere conocer a otra persona, sin duda, puede. "Solo hay que escuchar, Eva, prestar atención y guardar en un frasco lo escuchado para, tiempo después, abrirlo y regalar a esa persona gotas de un perfume llamado amistad sincera. Es sencillo si uno quiere, pero no todas las personas están dispuestas a llenar el frasco y abrirlo cuando se necesita", habían sido las palabras de Manuel cuando hablábamos del arte de conocer.
-¿Me lo pones?-le pedí.
-Veo que acerté al elegirlo.
-De lleno. De haberlo comprado yo, jamás habría elegido otro distinto. Se parece mucho al que perdí.
-Me alegro. Quería que sonrieras.
-Lo hago -contesté.
Le abracé muy fuerte y creo que tardé en soltarle un buen rato. Cuando lo hice, Manuel tenía una sonrisa de oreja a oreja. Nos reímos.
El resto de la tarde transcurrió entre risas y animada conversación. Incluso contamos chistes. Por la noche nos tomamos un café irlandés. De vez en cuando yo tocaba mi colgante y Manuel sonreía. Sentí que ya no necesitaba balsa para que mi corazón navegara en una quietud irreal porque la vida no es quietud sino movimiento continuo. "La vida", pensé la enésima vez que toqué mi colgante aquel día, "se vive entre montañas rusas, balsas, barcos que navegan en medio de tormentas o ríos en calma, escaladas, viajes en globo o a bordo de una estación espacial. La vida se vive, sin más".