Ayer, como casi todos los domingos, salí un rato en bicicleta. La mía es de montaña, de esas con las ruedas gordas y suspensiones por doquier para proteger lo que queda digno de protegerse (más bien poco) a través caminos de tierra, piedras, raíces y todo tipo de accidentes terrestres. La ruta que escogí consistió en una trocha desde mi casa hasta lo que se conoce como Los Quesos, y que no es otra cosa que una granja con fama de hacer buenos quesos, y regresar, pero vale decir esa granja no es la única que se atraviesa en los poco más de cuarenta kilómetros de pedaleo, sino que durante el camino hay varias granjas ganaderas que suplen a la industria hotelera de la zona.
Una de ellas, la más grande, está a unos quince o dieciséis kilómetros de casa y a poco menos de cuatro o cinco del punto de retorno. La delimita una cerca en la que a mi paso se agolpaban medio centenar de vacas, o un centenar, o un millón, como fuera, un paquetón de vacas. Al verlas, y de manera instintiva a pesar de que estaban tras una valla de alambre, me eché con la bici todo lo que pude al lado contrario del camino ante la mirada atónita y nerviosa de las bestias que se agolpaban en tropel contra la puerta. Un par de cientos de metros más adelante me crucé con dos toros sueltos del tamaño de un autocar de jubilados franceses, dos bicharracos ante los que pasé por la parte a todo lo que me dieron mis patitas centenarias.
Seguí con el pedaleo hasta el punto de retorno, tomé un sorbo de agua, comprobé el reloj, ruedas, etcétera, y volví.
Cuando andaba a unos kilómetros de la granja por la ruta de regreso comencé a vislumbrar lo inevitable, centenares de mugidos ensordecedores procedentes de un mogollón de vacas que ocupaban la totalidad del camino, márgenes incluidos, venían hacia mí como una estampida de ñus en el Serengueti. Imposibilitado de cruzar entre ellas, me paré y vi que tras el rebaño había un vaquero a caballo que me gritaba algo que el murmullo vaquil se tragaba. Me pareció entender que me quitará del medio sino quería quedar aplastado por el bestial enjambre, así que giré la bici y pedaleé hasta que vi un árbol gigante en el margen del camino, y me metí debajo. A los pocos segundos me alcanzó el rebaño con vaquero incluido, que se había abierto paso a caballo a través de las vacas, y se puso a mi lado. No puede quedarse aquí, me dijo, vienen peleando dos toros. Supongo que ante la mirada que le dediqué, a pesar de hacer un pequeño chiste que el tipo no supo apreciar, comprendió mi angustia y me guió (él a caballo y yo pedaleando) hasta el cercado de otra granja más adelante, abrió el portón y me empujó, literalmente, dentro como a un torero en el burladero. Cerró la puerta y comenzaron a pasar vacas, y vacas, y más vacas, y dos toros, los dos autocares que había visto un rato atrás, dándose golpes al más puro estilo pugilístico-toril de pesos pesados. Cuando pasaron todas las bestias, el vaquero me pegó un grito y salí. Encajé de nuevo la puerta del cercado y comencé a pedalear hacia casa.
No sé si alguno de vosotros ha vivido algo parecido en su vida, pero por si no lo sabíais tras un rebaño de vacas lo único que queda es una tonelada de mierda ocupando todo el camino y repartida en pedazos de a palmo cuadrado el más pequeño.
La primera esquirla la sentí en la espalda, escupida a toda velocidad por la rueda trasera. Después, y a pesar de mis muchos intentos por esquivar las minas, vinieron las demás. La rueda de atrás disparaba ráfagas de trozos de caca de vaca a cien por hora, como una ametralladora que alguien hubiera apuntado contra mi espalda, manchándome el sillín, la camiseta, las piernas y el casco, pero lo peor vino cuando la rueda delantera, que hasta entonces había mantenido a salvo, piso la primera de las minas. Impulsada por el efecto de la fuerza centrífuga, centrípeta o mierdífera de la rueda, un primer trozo de estiércol fresco y caliente es incrustó en la visera de mi casco pasando a pocos milímetros de la nariz. Con el segundo no tuve tanta suerte y entró de lleno en la boca que piafaba por tomar aire. No recordaba haber comido mierda nunca en mi vida y la sorpresa fue que tiene gusto terroso (por lo menos la de aquella vaca). Inmediatamente escupí el bocado sin saber que el destino y mi rueda delantera tenían un plan para aquella mañana de domingo y no era el conformarse con un pequeño tastet de mierda, pues a ese primer lanzamiento siguieron tres o cuatro más que no pude esquivar y que me entraron en la garganta como la leche de un biberón en la boca de un bebé...
Nunca había comido mierda antes, fue lo primero que pensé, pero como para todo hay una primera vez, ayer fue la mía. Escupí sin detenerme saboreando ese gusto de naturaleza bruta que me había inundado el paladar. Comprendí que la solución sería cerrar la boca, algo que me ha costado mucho toda mi vida, pero haciendo un gran esfuerzo llegué hasta la parte del camino que no habían minado las vacas.
Me limpié las gafas, también atacadas por la munición de aquel ejército invencible, escupí de nuevo, di un par de tragos de agua a la botella tras limpiar la boquilla, herida de muerte como el resto, y volví a casa orgulloso de poder decir con la boca bien llena: ya soy un come mierda.