La idea de “Calidad
Educativa” es compleja, incluye numerosas aristas, y desde este blog, hemos
sostenido que se trata de un concepto eminentemente político, y por lo tanto
tiene numerosas vertientes. En este caso, se analizará la “versión
tradicional”, y nos permite importantes reflexiones como ¿Puede reducirse a un
“rendimiento escolar”? ¿Depende exclusivamente de lo que suceda en el aula?
El concepto de “calidad educativa” es relativamente reciente
en la literatura pedagógica. Desde el siglo XVIII, para no remontarnos más
atrás, las mejoras en la educación se han ido sucediendo sin solución de
continuidad, gracias en gran parte a las políticas educativas implementadas y a
la variedad de métodos pedagógicos empleados. En todo ello no se buscó
solamente lo cuantitativo al crear más escuelas y facilitar el acceso a nuevas
poblaciones escolares, sino se intentó favorecer lo cualitativo mejorando los
niveles de enseñanza. La “mejora” de la educación, así se decía, debía cubrir
ambos aspectos.
A partir de la segunda guerra mundial se produce en los
países centrales, que tenían asegurada una buena infraestructura educativa para
toda la población, un movimiento para impulsar una mejora cualitativa de la
educación, considerando los nuevos desafíos de la sociedad. Esto hizo que se
impusiera en la literatura pedagógica y en las políticas científicas el tema de
la “calidad educativa”.
Si el tema se había impuesto, no lo estaba el concepto. De
ahí el problema que todavía se debate. ¿Qué
entendemos por “calidad educativa”? Una extensa bibliografía a la que
aquí no podemos hacer referencia se dedica a esclarecer este problema. Para
nosotros, como lo sostendremos en este ensayo, el concepto de “calidad
educativa” es complejo y entraña diversas dimensiones que lo articulan en una
unidad verdaderamente integral. Ahora nos interesa la noción más tradicional de
calidad educativa, que la consideraba como el resultado de la introducción de
más amplios y actualizados contenidos y de mejores métodos pedagógicos. Era el
“reformismo pedagógico”, que suponía un poco ingenuamente que con una simple “modificación
de planes” o de “prácticas pedagógicas” se iban a obtener mejores resultados.
En realidad esta orientación estaba ligada a evaluaciones con fuertes
connotaciones reductoras, centradas en la obtención de resultados relacionados
casi exclusivamente con la esfera de lo cognitivo.
Un ejemplo de tal perspectiva puede verse entre nosotros en
las evaluaciones que periódicamente rigen en el
Sistema Nacional de Evaluación, a fin de controlar la eficacia y la
eficiencia del proceso educativo argentino. Por lo general, en nuestro medio,
dichas evaluaciones han consistido en pruebas de rendimiento realizadas en las
áreas de matemática-ciencias y lengua. En los últimos años se han introducido
en estas evaluaciones modernas tecnologías que en substancia no han variado su
óptica, la cual ha permanecido ligada a evaluar sólo los resultados cognitivos
de los aprendizajes. Por eso, al privilegiar estos aspectos se dejaban de lado
otros no menos importantes como son los que pertenecen a otras áreas del
conocimiento, y, lo que es más grave, se ignoraban otras dimensiones del ser
humano ligadas al conocimiento como son el saber valorar, el saber decidir, el
saber hacer, el saber actuar, y que afectan también a los pilares de la
educación.
Este reduccionismo de la evaluación tradicional permitió
establecer rápidas correlaciones
entre el
aprendizaje y el contexto socioeconómico de los alumnos. Con ello,
y sin examinar otras correlaciones, se atribuyó a causales socioeconómicas el
éxito o el fracaso escolar, condiciones que ciertamente afectan al nivel de
calidad educativa que esos centros pueden ofrecer, pero que de ningún modo lo
determinan si se atiende a otras causales.
Dichas evaluaciones de calidad tampoco alcanzan por lo
general a los “resultados externos” de la educación, como pueden ser aquellos
que reflejan la inserción del educando en la sociedad, tanto en su vida
familiar y local como en la laboral o de política ciudadana, según haya
recibido tal o cual orientación educativa. Tampoco ha sido objeto de estas
evaluaciones el impacto que la educación produce en el imaginario social o en
la cultura del pueblo, ni el rico acervo cultural que, como conjunto de saberes
provenientes en su mayor parte de tradiciones familiares, acompaña a cada
educando cuando ingresa a la escuela, y que con su presencia afecta al propio
proceso de enseñanza-aprendizaje. La escuela está íntimamente ligada a la cultura
y no se la puede evaluar sin hacerlo simultáneamente con la cultura de sus
protagonistas.
El “Informe Delors” de la UNESCO, de 1996, subraya que la
educación tiene como fundamento cuatro grandes pilares o aprendizajes: aprender a conocer, aprender a hacer,
aprender a convivir con los demás, y aprender a ser. Todo esto significa
que la calidad educativa no resulta de los logros de excelencia de una sola de
sus áreas. Tal parcialidad de las pruebas evaluativas afecta al resultado, por
más que la escuela tenga un espectro más amplio de expectativas en cuanto a su
calidad, y por más que esos limitados indicadores puedan dar alguna idea de
niveles de calidad objetiva y dar pie a correlaciones con otros índices
educativos o con causales que la producen. Correlaciones
y causales que, por otro lado, suelen ser muy útiles en la diagramación de las
políticas educativas.
Eso hace que, sin dejar por el momento de lado dichos
procedimientos tradicionales, deba avanzarse hacia estrategias más “integrales”,
en correspondencia con una “calidad” más integrativa de aquellos aspectos
fundamentales que afectan al fenómeno educativo en cuanto tal.
Extraído de
La
Calidad Integral en educación. Reflexiones sobre un nuevo
concepto de calidad educativa que integre valores y equidad educativa
Revista Iberoamericana de Educación, mayo-agosto, número 023
Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación,
la Ciencia y la Cultura
(OEI) Madrid, España pp. 15-231
Autor
Jorge R.
Seibold, S.J.
Director del Programa de Doctorado en Filosofía de la
Facultad de Filosofía (área San Miguel) de la Universidad del Salvador; además
es director del Centro de Reflexión y Acción Educativa (CRAE) perteneciente al
Centro de Investigación y Acción Social (CIAS) de Buenos Aires, Argentina.
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