Adrián y yo firmamos un contrato.
Al principio me pareció un juego entre morboso y macabro. Él admitió que era un tipo extravagante. Yo reconocí que me gustaban los juegos.
Lo firmamos con una copa de más y varias risas necesarias por mi parte, incluso diría que casi imprescindibles para sobrellevar la existencia del puto Chema. Sí, Chema se llamaba el pedazo de carne con ojos -y menudos ojos- que me había arrastrado a ese local, a encontrarle a él, a un tercer ron cola cuando mi límite son dos, a una montblanc dorada y negra y a un folio de papel de gran gramaje que sacó de su cartera de ejecutivo y donde redactó el contrato manuscrito, tras desatarse mi lengua por el alcohol y su penetrante y verde mirada.
"Olvidarás a Chema y a cuantos Chemas conociste. Firmarás el olvido y solo me querrás a mí. Prometo ser tuyo. Sin embargo, aunque yo no te dañaré jamás, te dolerá cada desprecio, cada palabra cruel, cada salida de tono, cada mentira que me digas, cada mirada a otro hombre que no sea yo y cada momento en que desees a otro. Todo lo que hagas te dolerá como si fueras yo. Todo daño que hagas a mi corazón lo sentirás en el tuyo. No será tu culpa la que te mate, no. Será mi alma la que sientas llorar. Y si un día te duele tanto como para llorar, yo desapareceré y tú volverás a tu vida. El olvido de todos tus fracasos frente a no dolerte nunca más el amor, pero sentir cómo me dueles...".
Como juego y no como contrato lo tomé. Pero contrato era...
Firmé sin pensarlo mucho, ya que pensé que era una broma y me instalé en su casa, una lujosa mansión a las afueras de Madrid.
Al principio todo fue bien. Adrián era un hombre atento, educado, atractivo y seductor. Los días eran distintos y las noches... Follábamos sin descanso. No había conocido a nadie como él. Por supuesto que olvidé a Chema. Olvidé a todos los hombres que me dañaron y todo el dolor que sentí. ¿Cómo no hacerlo? Noches en blanco, ojos en blanco, mi cuerpo que temblaba, su cuerpo para perderse, fiebre. Él...
Una noche salimos a bailar. Me había regalado un vaporoso vestido negro y elegí unos manolos de cuña y tacón que, aun elevándome más de diez centímetros por encima de mi altura, no me permitían alcanzar sus labios. Besar a un hombre de uno noventa... Tacones de vértigo, un hombre de vértigo.
Las mujeres cazadoras pusieron sus ojos en él en cuanto llegamos al local y yo, mi mano en su corbata, tiré de ella, acerqué su cara a mi boca y dejé la marca de mis labios en su mejilla. "Ni se te ocurra limpiarte en un buen rato...". Era mío.
Sin embargo, aquella noche sucedió algo extraño. Me presentó a Roberto, un amigo suyo con quien nos tropezamos en el club. Roberto, ojos negros, bronceado, trajeado, atractivo. Novedad.
Hablamos, me dejé llevar, coqueteé, imaginé su cuerpo, me dejé seducir. Salimos a fumar mientras Adrián se quedó en una de las barras acompañando a Laura, la pareja de Roberto. Y yo, por primera vez, olvidé el contrato.
Podría haber acabado todo en el baño del selecto local nocturno, con el morbo de la posibilidad de ser vistos. Pero Roberto era un seductor y no un vulgar tipo de prisas y aseos públicos, por muy pulcros y de diseño que fueran.
Olvidé o, mejor, quise olvidar, la existencia del contrato y, tras un beso que no me supo a engaño sino a clandestinidad, acepté su invitación de vernos al día siguiente.
En la barra Laura y él y en mi cabeza por un instante, el contrato. Al día siguiente, en el hotel al que fui con Roberto, al fin lo recordé, pero se me fue de ella al segundo beso.
Aquella tarde tras la cita, en casa de Adrián preparé café y merendamos en silencio. Adrián tenía ojeras. Comenzó a dolerme la cabeza, luego lo hizo el corazón y después, el alma.
Desde entonces es lo que hago, tomar café a litros. No tengo otro modo de ahogar la congoja de la culpa. Cuando me atenaza, preparo café y lo bebo en cantidades industriales. Eso atenúa el estómago oprimido, las ganas de llorar y el remordimiento que parece la garra de un león destrozándome por dentro.
Habían pasado semanas de lo de Roberto. Miré a, Adrián por el rabillo del ojo. Estaba relajado, incluso diría que parecía regocijarse en mi dolor. Mi cabeza me hacía ver cosas absurdas. Seguía ojeroso y yo, enferma. "Así duele la traición", pensé, "así debería estar él. Lo sabe...".
Sin embargo, era yo quien se moría. Era yo por haber firmado aquel contrato.
Pensaréis que no hubo más engaños. Os equivocáis. Hubo una vez más.
En esa ocasión fue también Roberto. Y fue la última... Somos animales de costumbres, seres complicados, monstruos. El dolor ajeno es un orgasmo intenso. No dejaríamos de infligirlo aunque supiéramos que habría consecuencias.
La cabeza me estallaba. Me preguntaba por qué. Me dolía el alma. Ahogué el dolor profundo en una botella. En aquella segunda ocasión nada me preguntó tampoco y lo único que hizo fue levantarse del sofá, marcharse y regresar con el contrato. Lo puso en la mesa y me miró :
-Si lo rompes, dejará de dolerte.
-Ni siquiera sé por que follé con Roberto.
-La vida es complicada. Las personas somos complicadas.
-Duele mucho...
-Rompe el contrato y no dolerá más.
-¿Así duele el amor?
-El dolor pasará si rompes el contrato.
-¿Si lo rompo, te irás?
-Sí, pero también dejará de doler.
-No leí todas las cláusulas con detenimiento. ¿Podrás perdonarme?
-No había tal cláusula. Si se ama no se necesita perdonar, solo seguir.
No rompí el contrato y me quedé en casa de Adrián. Dolió durante meses. Yo bebía tanques de café. A veces nos sentabamos en el jardín y lo tomábamos juntos.
Un día vimos florecer las primeras rosas. Los días eran más largos, el cielo era más azul. Del café, pasamos al vino. Noches estrelladas.
Sucedió de pronto. Preparábamos juntos la cena. Me cogió por la cintura y me dio un beso en el cuello. Esa noche supe que lo amaba. Esa noche dejó de doler.