(pág. 160)
¿Hubo alguna vez una Barcelona así, ebria de triunfo y delirante? Es la Nueva York española, la ciudad más hermosa a orillas del Mediterráneo, con sus deslumbrantes bulevares de palmeras, sus gigantescas avenidas, sus paseos costaneros, y sus fantásticas mansiones donde renace la suntuosidad de los palacios bizantinos y turcos del Bósforo. Interminables barrios febriles, gigantescas naves de los astilleros, fundiciones, industrias electrónicas y de automóviles, fábricas textiles, fábricas de zapatos y de confección, imprentas, almacenes tranviarios y garajes colectivos. Bancos instalados en rascacielos, teatros, cabarets, parques de diversiones. Horribles y lúgubres tugurios, el desagradable y delictivo «barrio chino» de estrechas rendijas pétreas en medio del centro urbano, más sucios y peligrosos que todos los albañales de los puertos de Marsella y Estambul. Todo desborda ahora, bloqueado por una multitud excitada y densa. Todo ha sido revuelto y ha salido a relucir, elevado a la máxima tensión, al punto de ebullición. También yo me he contagiado de esa pasión que flota en el aire, y siento los sordos latidos de mi corazón. Avanzo con dificultad en medio de esta apretada multitud, rodeado de jóvenes con fusiles, mujeres con flores en el cabello y relucientes sables en la mano, viejos con bandas revolucionarias en los hombros, los retratos de Bakunin, Lenin y Jaurés en medio de canciones, música de orquestas y el grito de los vendedores de diarios. Paso por un cine en cuyas cercanías hay un tiroteo, al lado de actos callejeros y majestuosos desfiles de milicias obreras, de carbonizadas ruinas de iglesias y carteles multicolores. Bajo la luz confluyente de los anuncios de neón, de la enorme luna y los faros de los coches, chocamos a veces con los parroquianos de los cafés, cuyas mesas ocupan toda la acera. Penosamente logramos llegar a la calzada y por último al Hotel Oriente en la Rambla de las Flores.[Mijaíl Koltsov](pág. 168)
Es falso que la revolución produzca automáticamente una conciencia más elevada, más clara y más intensa del proceso social. En realidad ocurre todo lo contrario, al menos cuando la revolución asume la forma de guerra civil. En la tormenta de la guerra civil se pierde la relación entre los principios y la realidad; desaparecen los criterios según los cuales pueden juzgarse acciones e instituciones; la transformación de la sociedad queda librada al azar. ¿Cómo es posible dar un informe coherente después de una corta residencia y observaciones fragmentarias? En el mejor de los casos sólo podrán transmitirse algunas impresiones y sacar algunas pocas conclusiones.[Simone Weil]
(pág. 177)
LOS CAMPESINOS
La liberación
Sigamos pues a la columna de la CNT a un típico pueblo de la altiplanicie desértica de Aragón. Supongamos que se llama Santa María. Doscientas casas agrupadas en torno de una iglesia, un ayuntamiento y una cárcel. Poca tierra cultivada, e incluso la reducida superficie que el campesino puede aprovechar, depende por completo de un arroyuelo que se seca en julio. Algunos olivos y quizás unas pocas higueras. El clima, como dicen los habitantes, se compone de tres meses de invierno y nueve meses de infierno.Los habitantes del pueblo son todos antifascistas, con excepción del rico terrateniente; se le considera rico porque con su finca gana tal vez cuarenta mil pesetas anuales, pasa la mayor parte del tiempo en Zaragoza, y en julio ha escapado volando a esa ciudad; uno o dos funcionarios, el alcalde y un guardia civil; un «capitalista» que tiene una pequeña fábrica, un lagar o una instalación de alumbrado; y el cura. Alguno de ellos (el cura no) tendrá un hijo o dos, que compra sus trajes en Zaragoza, se pasa la mitad del día en el café y aborda a cada señorita que se le acerca. En Barcelona o en Zaragoza estos señoritos serían personajes de poca monta, pero en el pueblo parecen grandes señores. Con frecuencia pertenecen a la Falange; saben con certeza que las leyes y el orden les protegen y no tienen reparo en exteriorizar públicamente sus opiniones reaccionarias.Ahora llega la columna Durruti, llena de entusiasmo, pero muy mal armada. Su primera medida es «limpiar»: se dedican a borrar las huellas de fascismo que podrían existir en Santa María. En otras palabras, fusilan a todos los susodichos que no hayan huido a tiempo a Zaragoza, a menos que los habitantes del pueblo hablen a favor de alguno de ellos. En este caso, el hombre en cuestión no es molestado. En segundo lugar, la columna recoge del ayuntamiento los catastros y los registros de propiedad, los lleva a la plaza del pueblo y los quema. Este procedimiento tiene un alcance práctico, pero es al mismo tiempo un acto ritual. Se reúnen todos los habitantes del pueblo, y el dirigente de la columna les explica los principios del comunismo libertario. De paso se sueltan siempre algunas indirectas contra el peligro del stalinismo, que hallarían una buena acogida incluso en un club conservador. Nace un sentimiento de libertad y se expresan algunas esperanzas.
[John Langdon-Davies]