El diccionario de la Real Academia Española define la palabra cretino como necio o estúpido. Ni más ni menos. Así de fácil. Y los sumos pontífices de la lengua española acertaron plenamente al definir así este vocablo si me atengo a lo que veo a mi alrededor. Conozco a muchos cretinos. La verdad es que proliferan como flor del campo, pero lo peor no es eso. Lo más grave del asunto es que se creen las personas más divinas de este planeta. A las pruebas me remito.
Para que alguien ejerza su profesión dignamente tiene que poseer unos amplios conocimientos de la materia y de las que le rodean. El profesional es, por encima de cualquier otra condición, un gran documentalista (al menos debería serlo), porque en caso contrario, erró la ruta. Sin embargo, nos tropezamos con más de un cretino que sin tener conocimientos profesionales de una determinada materia se autoproclaman expertos en la misma. En la tierra de Don Quijote, que es la mía, dirían que ‘sabe un gorrino cuando es día de fiesta’.
Lo peor de todo es que esas actitudes inservibles son referencia para algunas personas que se creen las languideces de estos palanganeros del tres al cuarto. Caen en sus fauces, y con su poder de convicción y su aroma a lobo con piel de cordero, intentan convencer al personal hasta lograrlo. Pero, al final se descubre el pastel, y todo el mundo ocupa el sitio que la vida le tiene reservado. Se retratan y se autocalifican por sí mismos por lo que son: unos cretinos.
Conozco, digo, a muchos. Pero esta noche mi homenaje es para un cretino, cuyo grado de estúpidez y de imbecilidad llega a grados superlativos. Hace varios años que le conozco y pronto vi el retrato que escondía esa cara amarga y solitaria de no haber roto un plato en su puñetera vida, que no es otro que el que, día a día, está demostrando.
Desgraciadamente, hay gente que pasa por la universidad sin que la universidad pase por sus vidas.