Agustín Ostos Robina (Viaje Íntimo de la Locura) es esencialmente poeta. Poeta de tierras extremeñas, las mismas que vieron nacer al autor del mejor soneto que he leído, Francisco de Aldana. Bueno, pues a veces nos regala prosa. Y el otro día publicó un cuento o un relato, que a veces olvido que diferencia hay entre los dos. Una mirada irónica sobre el género fantástico que me hizo sonreír y reflexionar. Me impresionó vivamente y me divirtió, difícil equilibrio. Y, entre los acordes del texto no solo hay ironía, hay otras notas. La historia me recordó aquel relato de Italo Calvino, “El caballero inexistente”, pero esto es distinto, realmente distinto.¡Ah! Y ha lanzado el proyecto poético, junto con otros autores, llamado “Lo bueno de ser una rata”. Que a mí me parece de lo más interesante (Lo bueno de ser una rata).
ICaminé siete noches más por la Campiña. En la primera, compartí hoguera con un enano de las Montañas del Norte que se había extraviado. Hablaba sin parar de ambiciones por conseguir, de futuros felices y dichosos y de cómo acariciaban las brisas en los riscos de su tierra. Su barba pelirroja y vello de los brazos le daban un aspecto muy simpático y rudo a la vez, aunque comía con tal ferocidad que me costó contener la risa al escuchar sus postulados sobre el arte de la minería.
IILa siguiente noche, me crucé con un grupo de elfos del Bosque Esperpento, al lado de la Meseta Daikur. Demasiado arrogantemente sabios para mi gusto. Daban todo por obvio, olvidando que la mayor obviedad es el carácter perennemente cuestionable de las cosas. Supongo que la obsesión del perfeccionamiento les llevó a dilapidar los sentimientos y promover los sentidos, razón por la que creo que sus ojos perdieron en fulgor y ganaron en distancia. No conocían ni de la sorpresa ni del rugir del corazón. Me aburrí.
IIIPreguntándome, al ocaso, a qué variopinto personaje conocería el tercer día de mi marcha, silbaba despreocupado montando el campamento. Herví el agua, desollé una liebre y nadie apareció. Comí tranquilo. Susurraban los vientos entre las hojas en sus tertulias vespertinas y, cuando más atención prestaba a lo que bisbisaban, llegó un perro pardo, de ojos tristes y apagados, gimiendo por un poco de comida. Ciertamente, me alegré mucho. Lo llamé Plasóteles.
IVAl día siguiente, hubiese preferido estar solo a haber conocido a un grupo de hombres que provenían de las llanuras ígneas; esas tierras eran conocidas por lo dureza del vivir, pues siembre azotaba un sol impío desde cualquier punto, la tierra abrasaba y la siembra era imposible, por lo que los autóctonos se veían obligados a errar sin rumbo, nómadas, en busca de caza. Compartiendo camino, me supe aterrado, viendo cómo los más puros instintos les dominaban. Querían más y más. Solo para ellos. Y, si uno tenía una mayor cantidad de algo, era objeto de envidias del resto. No recapacitaban sobre las consecuencias de sus actos, tan solo pensaban en un presente tangible. Me repugnaban. ¿Cómo podrían tan neciamente ignorar su condición de mortales? Ellos reían y reían, bebiendo con vigor y una aparente seguridad en sí mismos. En cuanto pude, corrí entre las sombras.
VGobernando ya la oscuridad del quinto día, el caprichoso destino quiso que, por ayudar en el sendero a quien yo creía un mendicante, me ganase la amistad de un sabio mago de Belcanfur. Recuerdo, mientras cenábamos, su cara huyendo de mis ojos al esconderse entre el juego de luces alentado por el baile de llamas, un rostro curtido por el devenir de los años, las manos agrietadas por surcos de toda una vida. Habló mucho y de muchas cosas: me hizo imaginar otros mundos con otros seres, con otras gentes; proponía lunas, soles y atardeceres distintos, más complacientes, menos rígidos; conversó seriamente sobre la naturaleza del tiempo, la percepción de éste en cada una de las especies y el desosiego de la injusticia. Dando generosos tragos al vino peleón, me comentó con cierta satisfacción que la razón del destierro al que fue condenado encontraba la causa en la expulsión que se granjeó de su Orden por vomitarle en los pies una perdiz viva a Kharzaham, el jefe y más temido de los magos. Entonces, comenzó a despotricar sobre la corrupción que produce el poder, afirmando con brío que el poder corrompe y que, el poder absoluto, corrompe de manera absoluta. Continuando en su soliloquio, yo me limitaba a disfrutar escuchando cómo, con cada nueva palabra, iba destapando sus demonios, amores, odios y miedos más internos. Sus ojos se trocaron vidriosos, denotando la nostalgia de querer cambiarlo todo y no ser capaz de cambiarse ni a sí mismo. Al final, emitiendo unos sonidos en un lenguaje ininteligible, ordenó a la fogata no parar de arroparnos con su luz de fuego mientras durmiésemos.
VILa sexta noche no quise hablar con nadie. No estaba de ánimos. Seguí caminando.
VIIPor fin, el último día llegué a la Catarata de los Gritos Ahogados. Había caminado mucho y mis pies estaban arrugados y enmohecidos. Abriéndome paso a duras penas por la maleza selvática que crecía alrededor, luchaba desesperadamente por terminar, de una vez por todas, con la causa de mi viaje. Aún recuerdo cómo grité al quedarme atrapado por unas tramposas enredaderas, todo parecía estar en mi contra y, en una cuasi fútil rebeldía, me convulsioné hasta conseguir salir. Un rato más tarde, exhausto y casi sin aliento, alcancé mi meta. Arrastrándome bocabajo con delicadeza por la roca caliza y colocando mi cabeza sobre mis manos adelantadas, me coloqué en un saliente y, en ese instante, sentí la magia del lugar. Al principio, cerré los ojos y quise escuchar; escuchar los pájaros piando contentos, el ineludible romper del agua y el grito ahogado de los condenados que caían como peleles. Después, abrí la mirada y, ante mí, se hallaba un paraíso natural: el torrente fluvial era blanco pero, cuando se iniciaba la catarata y estaba suspensa en el aire, se volvía fugazmente de un extraño color índigo, hasta caer al siguiente tramo del río, donde adquiría cambiaba a un profundo e insondable negro. Toda una metáfora, pensé.
El paisaje me mantenía absorto, seducido por las combinaciones cromáticas y la dulce sinfonía de gritos. Cuando descansé lo suficiente, hice lo que tenía que hacer. Recordé todos los momentos con mi mujer e hijos y, permitiendo el brotar de lágrimas, esparcí sus cenizas por el mismo viento que me los quitó.