Fue la primera noche que T rechazó que le contase uno de mis cuentos. Hasta entonces, agradecía todas mis historias, mis metáforas y mis oxímorones. Con una sonrisa y un qué-bonito-amiga, se dejaba mecer al arrullo de sonidos desconocidos que sabía que a mime hacían sentir tan bien. Pero aquella noche dijo no, se remangó, me quitó los pinceles de las manos, y me aseguró que este cuento lo iba a contar ella.
De momento, sólo lo ha empezado, pero tiene pinta de que va a ser tan maravilloso como las mil y una noches, y que aún queda mucho tiempo para que le pongamos un fin. Si es que los cuentos felices tienen fin.