Revista Literatura

El cuento del tío

Publicado el 11 diciembre 2015 por Netomancia @netomancia
A una cuadra pueden observar el movimiento de los chicos saliendo de la escuela, desperdigándose como hormigas antes de la lluvia. Dentro del coche hay silencio, pero el humo del cigarrillo torna irrespirable el aire.
- ¿Puedo bajar un poco la ventanilla? - preguntó el hombre sentado en el asiento del acompañante, que hace lo imposible por no toser.
- Ni se te ocurra - le advierte el otro ocupante del vehículo, que mira fijamente por encima del volante, mientras se lleva la mano a la boca para darle otra pitada al Rodeo que tiene entre los dedos - Por algo tengo el polarizado, para que no nos junen.
El hombre comenzó a toser. Con desdén, el otro apagó el cigarrillo.
- Mirá que sos flojo Anguila, si un poco de humo te hace eso, no me quiero imaginar si te prendieran fuego los pantalones...
- Si tuviera fuego en los pantalones, lo que menos me preocuparía sería el humo, Carancho - a pesar que el cigarrillo había sido apagado, aún sentía que le faltaba el aire.
- ¿Pensás ahogarte? -  Carancho miraba al otro con asombro, que ahora no paraba de toser - Mirá que si me cagás el plan...
- Dame un... cof cof... dame un minuto - le pidió Anguila, colorado por el esfuerzo.
- Tenemos que esperar que se despeje la pibada. Cuando ya no quede ninguno de esos enanos felices, nos acercamos.
- Tendríamos que haber estacionado un poco más adelante, Anguila.
- ¿Estás loco, vos? Más adelante está la escuela, con lo histéricos que son los padres ven el Chevy estacionado más de media hora y llaman a la policía. Nos denuncian por depravados o por miedo a que seamos secuestradores de chicos.
- No justo enfrente, pero más para allá, estamos a casi dos calles...
- Más para allá hay una financiera, nos quedamos estacionados un rato y se piensan que los vamos a robar a la hora del cierre...
- Cómo lo pintás pareciera que no se pudiera estacionar en este país...
- ¡Es que es así, Anguila! ¡Es así! Allá porque hay estacionamiento medido, acá porque hay un garaje, en la otra cuadra porque está la escuela, en la loma del orto porque piensan que vendemos drogas, es así, tenés que estar atento a todo, por eso el que piensa acá soy yo y no vos, punto.
Silencio. Anguila suspiró y jugueteó con su reloj. El Carancho amagó con encender otro vicio pero recordó que a su compañero le molestaba y descartó la idea dando un chistido sonoro.
- ¿Qué te pasa? - preguntó el Anguila.
- Nnnn... nada - el Carancho se moría por un cigarrillo.
- Mirá, allá hay una farmacia.
- ¿Y?
- No sé, por ahí puedo conseguir unos caramelitos para la tos.
- ¡Pero aguantate esa tos, me cago en vos! Mirá si vas a mostrar la jeta por el barrio. Solo a mí se me ocurre traerte, solo a mí...
El Anguila se prometió no abrir la boca nuevamente, sin embargo, treinta segundos más tarde, mientras a su lado Carancho seguía refunfuñando, anunció con entusiasmo que la calle estaba al fin despejada.
- Acá vamos - dijo Carancho y arrancó el auto.
Dos cuadras más adelante detuvo el motor delante de una casa de frente pintado de blanco, con puerta y ventanas en madera.
- Che... - dijo Anguila - la Betty te habrá batido bien el nombre de la piba ¿no?
- La Betty es de fierro, y no es ninguna pelotuda, o te creés que la escuchó una sola vez a la vieja en la peluquería... - dejó caer un bufido, no de fastidio, sino de suficiencia - Al menos tres cortes de pelo le hizo a la vieja antes de estar segura de todos los datos. Viste como es la gente grande, primero no largan nada, pero cuando entran en confianza te dicen hasta el número de bombacha que usan.
- El talle...
Carancho la dejó pasar. Luego, tras cruzar una mirada en la que reforzaron todo lo planificado en los últimos días, bajaron del coche. Los dos estaban bien vestidos, nada demasiado formal pero con buen aspecto.
- Ajustate el cuello de la camisa - le ordenó Carancho a su compañero.
Una vez que comprobó que estuviera hecho, golpeó a la puerta tres veces.
Los atendió un hombre mayor, de semblante cansado. Las arrugas le acanalaban la frente al tiempo que el poco cabello canoso, algo raleado, le confería más años de los que seguramente tendría. Poco lo ayudan los vellos blancuzcos que sobresalían de las fosas nasales y que crecían en las orejas como yuyos en maceta.
- ¿El señor es don Alejo Ferreyra?
Con ojos de pocos amigos, algo desconfiado, el viejo los relojeó de arriba abajo y largó la contra pregunta.
- ¿Quién dice que lo busca?
- ¿Alejo Ferreyra, el papá de Nadia? Nadia, de España. España, Sevilla...
- ...
- Nadia, en fin, nosotros estuvimos por España, aquí con mi hermano, que me acompaña, y la hemos conocido...
- ¿Conocieron a Nadia?
- Si, si, a Nadia. Nadia Ferreyra, su hija. La que está en España desde hace veinte años.
- ...
- Bien, y verá, para ella fue una sorpresa saber que éramos de la misma ciudad, imagínese allá lejos, a tanta distancia, y de repente se encuentra con gente que ha caminado las mismas calles, ha visto los mismos árboles, las mismas esquinas...
- ¿En Sevilla la conocieron? A esa ciudad viajó, pero...
- Si, si. En Sevilla, pero...
El Anguila algo vio en los ojos del viejo, porque se adelantó y abrió la boca.
- Pero paseando, ella nos dijo que estaba viviendo en...
Buscó en vano un milagro en los ojos del Carancho, sabiendo la mirada inquisidora del viejo bajo el umbral de la puerta.
- ... en Barcelona. ¡Joder tío! No me salía el nombre...
El viejo miró por encima del hombro, hacia el interior de la casa.
- ¡Vieja! Vení un cacho, haceme el favor.
Una mujer frágil de cuerpo y grande de edad se asomó por el espacio que su esposo dejaba al descubierto, entre su prominente panza y la puerta.
- Hola, ¿qué venden estos muchachos? - preguntó inocentemente.
- No señora - dijo riendo el Carancho, a quién le había vuelto el alma al cuerpo luego de quedarse petrificado segundos antes,
- No venden nada vieja, dicen que conocieron a Nadia en España - terció su marido.
- ¿A Nadia? - dijo sorprendida la mujer, abriendo enormemente los ojos, aprovechando para estudiar a los dos desconocidos - ¡Pero qué chico es el mundo! - afirmó con una sonrisa.
Anguila y Carancho respondieron con risas nerviosas.
- ¿Y qué los trae por acá? ¿Traen alguna postal? - preguntó con cara de pocos amigos el padre.
- Algo mejor que una postal - anunció el Carancho - Les traemos un cheque.
Los que cruzaron miradas ahora fueron marido y mujer.
- Si, un cheque bastante jugoso, porque se dio algo muy gracioso, fuimos juntos a un casino y tuvimos una noche de suerte...
- Mucha suerte - acotó innecesariamente el Anguila.
-  Y cobramos un buen dinero y ella quería participarlos a ustedes, como una sorpresa. Y vamos a ser sinceros, ella ganó más que nosotros, así que nos dio un cheque para que cobráramos aquí en Argentina, porque como se imaginará, no podíamos entrar con ese dinero en las maletas. Parte de esa plata, gran parte vamos a decir, es de ustedes.
- ¿Nadia nos manda plata? ¿Escuchaste eso, viejo? - dijo la anciana mujer.
El viejo respondió con una especie de gruñido o algo semejante.
- Pero hay un problema - continuó Carancho - Nosotros estamos viajando esta noche y en la financiera nos podrían pagar el cheque recién mañana, lo que es un inconveniente. Entonces pensamos con mi hermano, que quizá lo que podríamos hacer es dejarles el cheque a ustedes y que nuestra parte, si no es molestia, nos lo dieran en efectivo. Total, después ustedes cobran el cheque y listo.
El matrimonio volvió a cruzar una mirada.
- ¿De cuánta plata estamos hablando? - el viejo fue al grano.
- El cheque es por treinta mil euros, pero dieciocho son para ustedes, es decir que lo de nosotros son apenas doce...
- Mire mijo, euros no tengo...
- Pero no mi amigo, Betty... perdón, Nadia ya nos dijo que usted es de ahorrar en moneda nacional y nos parece perfecto, es más, hasta hablamos con mi hermano de hacer la conversión al cambio oficial, nada de cotizaciones paralelas ni ocho cuartos. ¡Son los padres de Nadia, carajo!
La desconfianza permanecía en los ojos del viejo. Anguila y Carancho sentían la tensión propia del momento, de los gajes del oficio como solían decir, pero había una especie de estática en el aire que les carcomía los nervios.
- Pasen - dijo finalmente el hombre.
Se sentaron a la mesa, en una cocina bastante simple. La mesa era para no más de cuatro personas. En las paredes colgaban platos antiguos y la heladera estaba plagada de imanes de delivery.
- Los adornos eran de mi madre, yo odio el rol de cocinera - dijo la mujer, casi leyéndole la mente a sus visitantes.
- Entonces ustedes me dan el cheque y se llevan su parte en pesos. ¿Eso pautaron con Nadia?
- Eso mismo señor... - poniéndose a la defensiva - pero si usted prefiere hablar con ella por teléfono, no digo ahora, sino más tarde, no hay problema, nosotros somos gente de palabra pero nada como la palabra en la voz de un hijo, eso lo entendemos y sin más que decir, nos ponemos de pie y seguimos viaje y cuando estemos de vuelta por la ciudad, completamos este trámite.
Para entonces, Carancho y Anguila se habían puesto de pie. Era una escena ensayada. Un instante crucial.
El viejo llamó a su esposa al pasillo. Hablaron durante unos segundos, casi en un cuchicheo, Ella afirmó con la cabeza. Entonces él hizo una señal: esperen.
Volvieron a tomar asiento. La mujer les trajo un café a cada uno. A los diez minutos, Alejo Ferreyra volvió a la cocina.
- Vengan conmigo - pidió.
Anguila apuró su café. Su compañero, ansioso, lo dejó por la mitad.
Lo siguieron por el pasillo, pasando por delante del baño, hasta llegar a la habitación más alejada. La puerta estaba abierta y una cama matrimonial que con seguridad ocupaba el centro mismo, estaba desplazada en diagonal al menos uno o dos metros.
A la vista había quedado el piso de cerámicos, al que le faltaban varias piezas. La superficie debajo de los mismos no era material, sino tierra.
Carancho sonrió casi con complicidad, mientras codeaba al Anguila.
- Viejo perspicaz - dijo riendo - ¡Así que aquí esconde el dinero que ahora!
El hombre lo miró con ojos perturbadores.
- No - dijo tajante - Aquí está enterrada la nena.
Algo caliente y viscoso salpicó el rostro de Carancho, que de inmediato se giró hacia el Anguila. Éste no había tenido tiempo ni de gemir, con el cuchillo Tramontina incrustado en el cuello y la sangre saltando por doquier. El mango aún seguía aferrado por la mano manchada y arrugada de la vieja. No hubo tiempo para nada más. Apenas si vio venir el zarpazo del viejo, armado con un oxidado puñal. Sintió un escozor debajo de la oreja y luego, nada más.

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