-¡Por todos los santos, este zumbido me mata! -se dice molesto mientras fija la vista en el reloj. Aniano cierra el periódico y, mirando el atrapamoscas que cuelga de la lámpara del salón, impotente ante la avalancha de tanto insecto volador, coge la gorra y el bastón decidido a adelantar su acostumbrado paseo.
Las calles están vacías aún, la piedra calcárea de la fuente resplandece y el débil chorrillo de agua parece quejarse, pues siente que no puede calmar la sed de las variadas vidas que se arriman a él.
Aniano, al acercarse al surtidor, escucha ruidos y discusión: dos cuervos están disputándose el amor de una córvida que, impasible, contempla cómo el más grande y fuerte picotea al mozalbete hasta hacerlo sangrar.
Graznan y luchan. Bandadas de aves, atraídas por los chillidos, llegan tiñendo el cielo de azul añil. Están excitadas y se posan, ansiosas, en las ramas y en las copas de los árboles.
-¡Cobardes! ¡Cobardes! -Aniano interviene en la disputa separando a los cuervos con su bastón, y las recién llegadas huyen dejando en el suelo al joven y maltrecho cuervo -el vencedor y la córvida marchan con ellos.
El sol recalienta el asfalto de las calles y los tejados de las casas. Las avispas beben en la fuente. Unas mariposas blancas aletean alrededor del herido. El ave está de suerte.
-Te daré hospedaje y, a cambio, te comerás las moscas del verano.
Cae la tarde y sigue brillando el sol que, en un juego de ilusión, convierte la cuchilla oxidada de una guadaña en un estilete de oro.
Fotografía de María Gabriela Díaz Gronlier.