Por: Milton Zambrano Pérez
Lo que ha sucedido en estos años en nuestro país con Álvaro Uribe no es tan nuevo como parece a simple vista. El denominado "efecto teflón" del cual se benefició este líder carismático se ha presentado en la historia más veces de las que uno estuviera tentado a aceptar.
Recuérdese que Alberto Fujimori, en el Perú, antes de caer en desgracia y ser encarcelado fue un gobernante fuerte protegido por una espesa capa en la cual rebotaban los ataques más ácidos de sus críticos. Ninguno de sus simpatizantes creía que él, asesorado por Vladimiro Montesinos, hiciera lo que en efecto hizo. Todos le echaban la culpa a la maledicencia de la oposición y, de paso, protegían a su jefe.
El "Chino" fue un hombre extremadamente popular en su país, a tal punto que se dio el lujo de arrodillar al legislativo y a la justicia empleando toda suerte de métodos: la calumnia, las "chuzadas", la persecución abierta o soterrada y hasta la amenaza de muerte. En este trabajo sucio le sirvió mucho su Rasputín criollo: el señor Montesinos.
Fujimori reformó la constitución nacional para hacerse reelegir, aplicando una aplanadora en el congreso que tenía como punta de lanza el soborno, el chantaje, el clientelismo y la politiquería más desembozados y el hecho de que se vendía como un "hombre fuerte" que había puesto en la lona a la guerrilla.
Sobre este ex-presidente, sus amigos y aliados tejieron un culto muy parecido al "efecto teflón" que conocimos en Colombia en el régimen de Álvaro Uribe. Cualquier cosa que se dijera contra el mandatario se deslizaba hacia un costado sin dañar su imagen entre la gente que le idolatraba. Hasta ahora, después de los castigos que le ha propinado la justicia peruana, hay gente que lo defiende; no sólo los corruptos que aprovecharon su gobierno para enriquecerse, sino personas del común que piensan y hablan de buena fe, aunque equivocadamente.
Fujimori fue un líder carismático de corta duración histórica. Jefes de su clase los ha habido en casi todos los tiempos. Algunos han muerto en su ley (asesinados, por ser homicidas), como el detestable Rafael Trujillo de República Dominicana. O como Hitler y Mussolini. Otros se han descolgado de la vida naturalmente, sin pagar ningún precio por todo el daño que causaron, como Stalin en la antigua Unión Soviética o Idi Amín en Uganda.
Lo sorprendente es que el carisma de algunos de estos líderes pervive aún después de abandonar el poder, de la mano de sus seguidores o aliados. Este hecho amerita una explicación desapasionada. Porque el vituperio nunca puede reemplazar al análisis sereno ante un problema de tanta trascendencia para la vida política de un pueblo.
Los sociólogos han definido al líder carismático dentro del estudio de los tipos o formas de dominación. En este campo el aporte más duradero y fundamental es el de Max Weber, quien en su clásico libro Economía y Sociedad (Fondo de Cultura Económica, I, varias ediciones, pp. 170-204) desmenuza lo que llama la dominación legítima. Para Weber han existido tres tipos de dominación legítima: la de carácter racional, la tradicional y la carismática.
La racional se sostiene en las creencias acerca de la legalidad del mando, en las ideas que predeterminan que el jefe o el gobierno representan la autoridad legal. La tradicional está soportada por la "creencia cotidiana" en la justeza o santidad de las tradiciones añejas y en la legitimidad de los individuos o cuerpos destacados por dicha tradición para ejercer la "autoridad tradicional". La de carácter carismático se nutre de "…la entrega extra-cotidiana a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas (llamada)…" (Op. cit., p. 172). A esta última forma de dominación Weber la llama autoridad carismática.
El carisma es un fenómeno sociológico complejo que hunde sus raíces en las creencias religiosas, en la economía, en la guerra, en la política, en las cualidades de un líder y en los imaginarios dominantes dentro de una población, entre otros elementos. No es gratuito que juegue un papel trascendental en las grandes religiones o en las dinastías monárquicas en que a los líderes, reyes o profetas se les unge con un vaho divino que les protege o les ayuda a gobernar o a ser aceptados sin dificultad.
El carisma es de doble vía: normalmente se nutre de las cualidades del líder carismático y de las condiciones que le rodean. La situación carismática no se posee en el aire sino teniendo como soporte la tradición, las creencias, sentimientos y necesidades de la gente. Podría decirse que el líder es él y su culto, vale decir, su séquito, sus admiradores o aduladores.
Un líder no surge de la nada ni en la nada, pues suele llenar grandes vacíos y satisfacer fuertes necesidades: la necesidad de seguridad, de sentirse poderoso, bien estimado, etcétera. Los vacíos relacionados con el poder, con las creencias religiosas o con cualquier otro sentimiento sustancial que origine malestar. El jefe, rey o santo soliviantan tales inquietudes sicológicas y, en ciertos casos, las subliman hasta el momento de su desaparición física. A veces el efecto es más duradero.
Un líder carismático nace, pero también se hace dentro de una cultura específica. Su don de mando, sus habilidades comunicativas o hasta su textura física pueden convertirlo en modelo, en ejemplo a imitar o respetar. Pero sus triunfos políticos o militares, los "dones" adquiridos por tradición y los imaginarios colectivos construidos en y por la gente, entre otros aspectos, lo elevan muy por encima del resto de los mortales.
César y Napoleón construyeron su carisma a punta de triunfos guerreros y astucia. Napoleón asumió el mando en un momento crítico de la sociedad francesa post-revolucionaria, donde cundía el desorden y la intemperancia y la población pedía a gritos un "hombre fuerte" que sacara a la nación del despeñadero. Tan sólida fue la presencia político-militar de este personaje que algunos autores han acuñado la fórmula teórica de "bonapartismo" para referirse a aquellos momentos de crisis de dominación de las clases sociales en que surge un gran líder militar (a veces también civil, pero apoyado en los aparatos armados) que sabe poner la casa en orden acudiendo sobre todo a la mano dura.
El líder carismático alimenta su estilo aprovechando los medios masivos de comunicación (este fenómeno no lo vivió Weber ni los principales dirigentes de los siglos en que tales medios no se habían desarrollado), como la radio, los periódicos y revistas, la televisión o la red mundial virtual. La publicidad contemporánea produce íconos para ser "comercializados" en época de elecciones. O construye imágenes más perdurables, destacando las supuestas o reales virtudes del "producto" que será "vendido" al consumidor.
Pero la propaganda surte su efecto si la población necesita el artículo. Y si el bien que se va a adquirir por lo menos aparenta ser bueno, aunque después se revele como un fiasco. Está probado por la historia que la caída de un líder carismático es más dura porque se eleva muy rápido y cuanto más sube, más fuerte es el golpe.
El rumor, el chisme (es decir, la mentira tendenciosa que se convierte en verdad de tanto repetirse) y otras formas orales o escritas de comunicación han contribuido también a construir el fenómeno carismático. La fuerza del rumor favorable es tan potente que ayuda a elaborar verdaderos mitos en los cerebros predispuestos. Los reyes taumaturgos medievales adquirieron poderes divinos (para curar enfermedades y exorcizar a los demonios) sólo porque la gente lo repetía ad infinitum. Y las personas lo creían y hasta se curaban por sugestión, porque querían creerlo y al proceder de ese modo ponían en movimiento fuerzas internas incomprendidas en esos tiempos que estimulaban al cuerpo a auto-regenerarse. El rumor y la imaginación generan efectos milagrosos.
El movimiento del chisme es un poco diferente. En la construcción del carisma actúa por descarte, por oposición. Si se dice algo malo del jefe, el creyente en vez de aceptarlo critica y censura, reforzando su fidelidad al líder. El chismoso es visto como perverso en tanto que el elegido es guardado en una urna inexpugnable. El sentimiento es parecido al de un hijo que escucha decir algo malo de su padre a quien ama profundamente. De inmediato rechaza las calumnias y enfrenta al agresor porque, en el fondo, el agredido es él mismo, su propia sensibilidad.
El carisma une al líder y al seguidor como el padre está unido al hijo. Porque es un sentimiento, una emoción que trasciende la esfera de lo racional. La idolatría no escucha los cantos de sirena del pensamiento crítico sino que se deja llevar mansamente por las mieles del corazón. Esta es, en el fondo, una manifestación religiosa.
Fujimori, Uribe, Chávez, Fidel Castro, Hitler, Mao, entre otros, han tenido su cuota de carisma. Con la ventaja adicional de que el ascenso al poder les entregó herramientas complementarias para acrecentar el asunto. Algunos de ellos fueron bajados de su pedestal dramáticamente. Otros lo hicieron planeando. Y los últimos esperan aún el juicio definitivo de sus contemporáneos. Porque entre el culto al líder y el odio al mismo sólo hay un pequeño paso: ese es el precio que a veces pagan por los amores despechados. La emoción y la razón producen ángeles, pero también demonios.
Todos estamos a la espera de lo que podría suceder en el futuro con el líder carismático que nos tocó en suerte. Todavía este cuenta con la fuerza para construir su propio planeador, si sus amigos actuales no le tuercen los ojos en el porvenir. Y si la potencia y las relaciones internacionales de los opositores no lo trasladan al banquillo de los acusados. Sería triste observar cómo un hombre tan idolatrado por la mayoría del pueblo colombiano (que lo ve aún como su salvador y héroe) quedara reducido a una piltrafa, como Fujimori o como su primo Mario. El poder eleva, pero también maltrata. Y los príncipes también se mueren.