-A ver, José -explicó condescendiente el editor al ver la cara desencajada del novel-, es que nos ha surgido un compromiso con este chico, un autopublicado de gran éxito, y le hemos cedido algo de espacio para que firme sus libros. Eso sí, como verás, fuera del estand de la editorial. No te preocupes, hombre, que ya ha terminado su tiempo y está a punto de marcharse.
-¡Pero, pero, pero… es que lo habéis colocado delante de mí y de mi novela! -dijo sin dar crédito a su atrevimiento- ¡Es un pu… tapón! ¡Y con toda esa gente que espera su autógrafo e impide el paso, mi libro no tiene la menor oportunidad!
-Todos tenemos que echarnos una mano, amigo; así son las cosas. Nosotros lo hicimos contigo en su día ¿no es cierto? -replicó el editor, ahora con un mezquino tono paternalista. Lo dicho: aquello no le podía estar pasando, ¡pero por los clavos de Cristo que le pasaba! José, frustrado e impotente, dio un sorbo a la botellita de agua que la editorial le había colocado en la mesa, junto a un pequeño cartel con su apellido mal escrito: “HOY FIRMA JOSÉ PÉDEZ”, rezaba el anuncio, y mira tú por dónde que al autor sin cara, sin suerte y sin nombre se le encendió la bombilla de tal forma que iluminó la generosa espalda del autopublicado, situada ante sus hinchadas narices.
Nuestro autor recordó su crónico problema de tránsito -cosas de mediocres-, y buscó en la cartera algo que siempre llevaba consigo: un sobrecito de polvos mágicos que esfumaba de forma instantánea cualquier tapón intestinal, y que ahora estaría llamado a mayores empresas. Tal como lo pensó -discretamente- lo hizo, y así se levantó de su asiento para tocar el hombro del popular chico que eclipsaba su figura, con objeto de ofrecerle un trago. La mañana del 27 de mayo estaba resultando calurosa en extremo, y ni una sola gota se dejó en la botella el chaval…
Ni qué decir tiene que el descorche no tardó ni diez minutos de reloj en producirse; que el escritor de acogida salió disparado a buscar nuevo, oculto, e inmediato refugio, y que la patochada de rotular Pédez en el pasquín constituyó el mayor acierto del editor, aquel día en que el insípido José firmó, sonriente y complacido, su novela de venganza.
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