El deseo a los 13 años es tan hermoso
porque aún no se sabe bien
qué es lo que uno tiene que hacer con él.
Es una rendija a falditas cortas de cuadros,
a un cálido universo de uniformes azul marino
y trenzas
y descansillos de escalera mal iluminados.
El deseo de los 13 años tiene algo que ver
con peces de colores en el estómago, con extraños
cosquilleos,
con sosiegos tropicales y vergüenzas de sábana...
Se amontonan besos torpes, caricias bajas,
sueños de primavera sin manual de
instrucciones. Uno ya no es uno, indivisible
y redondo y entero; uno es, ahora, de repente, un ansia
resignada a ser invadida, rendida,
calmada por otra sed
también combativa.
El deseo a los 13 años es un descenso a
humedades de pupitre y última fila de cine
sin acomodador; se intuye la pura gimnasia,
se saborea en la distancia el perfil de aceituna que ya casi es relieve,
se huele el dulce pecado
que despide ese aroma
a azúcar, prisas, flores, abandono, sudor...
todo bien revuelto y enredado.
A los 13 años se aprende a liberar formas,
a calcular volúmenes,
a desenlutar superficies.
Hay urgencia, saqueos sin víctimas,
contorsiones imposibles; se muere ahogado
y se resucita seco y un poco más sabio,
más ajado,
más limitado, más cansado.
El deseo a los 13 años está lleno de apetitosas grietas
color miel, del peso ingrávido de la primera ternura,
de la contundencia planetaria de lo desconocido.
Un crepitar de susurros y soles se derraman por los rincones;
la memoria y la corriente de la vida que abre sus surcos
sobre los cuerpos todavía nuevos de los exploradores
de ese su primer y eterno verano.
El deseo a los 13 años es, en definitiva, una ignorancia de colchones,
mapas y relojes. La ausencia vertical
de la costumbre.
Saludos de Jim.