EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS. Publicado en Levante 29 de julio de 2010
Pedro López*
Esta novela de Dino Buzzati es una simbología. Bebe de Kafka. La vida es una continua espera. Una soledad llena de ambición para conseguir la gloria del mundo. Una expectativa en un acontecimiento excepcional y extraordinario que cambiará el curso de la historia. Porque hubo una vez, según cuenta la leyenda, alguien que lo hizo. Deja a la novia, en su feliz recuerdo. Aunque pasen los años y se marchite su juventud, él la recordará siempre igual, inmutable, en toda su belleza y esplendor. Abandona una vida tranquila y hacendosa en su pueblo natal: lo han destinado a defender una fortaleza que da al desierto, por dónde una vez, siglos atrás, según la mítica epopeya, hicieron su aparición los tártaros. Sólo serían unos meses. Pero lo enganchó. Es una tradición nebulosamente compartida: una estupidez de lo políticamente correcto, de la opinión en boga. Algunos quedan prendados de esa posibilidad. Y con una vida fatua, rayana en lo mentecato, vacua y sin proyección, anhela y anhela… y así pasan los años, la vida entera. Ya cercano el final de su carrera militar, con el grado de subcomandante de la fortaleza, el protagonista ve cómo se esfuma su última esperanza de poder entrar en combate, para el que ha estado entrenándose durante más de treinta años. La enfermedad, una ruin y vulgar fiebre, lo ha paralizado y, a las puertas del ataque de las huestes enemigas, han de llevárselo a una posada, donde quedará solo y abandonado. El enemigo, imaginario y febril, va a dar el asalto definitivo. Y él ya no está ahí. Sombrío. Cuando apenas le queda un hálito de vida es capaz de efectuar un examen de su vida: «Que tu existencia equivocada acabe bien, al menos. Véngate finalmente de la suerte, nadie cantará tus alabanzas, nadie te llamará triunfador o algo similar… Cruza con pie firme el límite de la sombra, erguido como en un desfile, y sonríe incluso, si lo logras. Después de todo, la conciencia no está demasiado cargada y Dios sabrá perdonar».
Metáfora de la vida vacía, de la vida absorta en acontecimientos rutilantes, hazañas asombrosas que harán palidecer la luz de las estrellas. El Yo estimulado y estimulante. Vida plena de sí, de no. Estéril. Vida virtual. Fuga del tiempo. Tedio. Pesadilla. Fantasía propensa a cavilar en lo que no existe más que en su ensueño. Sutilezas de la existencia. Seguridad en el borreguil destino. Frustración.
Este es el retrato de algunos de nuestros coetáneos. Los enganchados a lo tangible, a lo mío, a lo que mola, a lo fácil. Al fin y al cabo, he llegado a subcomandar la plaza. Y quien sabe, quizá los de mi tribu exclamen: ahí va el héroe. Se hace el silencio. Acaece inexorablemente el ocaso de la vida. Ya no queda sino recobrar la esperanza de la aurora de un nuevo día: el de verdad, el real, el auténtico, el que perdimos, cuando nos amamos a nosotros mismos y pisoteamos con nuestras mentiras a los demás. Dios perdona, si queremos.
*Grupo de Estudios de Actualidad