Ana no era igual que el resto de las mujeres. Vivía entregada a su trabajo y aunque rondaba los 40 no le atraían los convencionalismos. No estaba dentro de sus planes la idea de casarse, ni formar su propia familia. Se le volaban los días delante del portátil.
Tan sólo le acompañaban los recuerdos de un ayer, ya muy lejano en el tiempo, cuando de adolescente se enamoró por primera y única vez. Si una de sus amigas le rompía su rutina y la invitaba a cenar. Se imaginaba como sería su vida en pareja con él. Cuando un niño se acercaba jugando a ella. Miraba con curiosidad su cara , elucubrando como sería un hijo con él. En casa los días que recibía el frustrante sermón de que sus padres eran mayores y querían verla casada antes de morir. Sólo pensaba en como se llevarían con él.
Era todo su mundo y su mundo nada era, más que ilusiones vanas.
Antes de dormir recordaba el brillo de sus ojos al mirarla, los reflejos cobrizos de su pelo al sol, de sus manos suaves cuando se entrelazaban con las suyas y esos besos que le hacían perder la noción del tiempo.
Hasta que el día menos esperado al regresar de su trabajo, vio a lo lejos un extraño que no dejaba de mirarla. Al principio no le hizo caso, pero luego pudo más la curiosidad y al llegar a su encuentro... Allí estaba el que ocupaba todos sus sueños, dormida y despierta. La miraba dulce y tímidamente, esbozando una sonrisa.
Se paró en seco pensando que era una ensoñación y lo miró absorta. El brillo de sus ojos se había apagado, los reflejos cobrizos de su pelo se volvieron canos y ralos, las manos se hayaban endurecidas por los años y su boca ya no le pareció apetecible.
No sintió nada. Vacio sólo vacio. Se giró y prosiguió su camino en silencio. Apenas habían sido unos segundos, para borrar de un plumazo todo lo que sintió a lo largo de tantos años.
Durante el día le persiguió esa escena, pero no comentó nada. Sólo pensaba y meditaba de todos estos años y cuando fue a dormir no tuvo nada en lo que pensar... Y por primera vez pensó en ella.