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El diablo sobre las colinas, de Cesare Pavese

Publicado el 14 diciembre 2009 por Barcoborracho

El diablo sobre las colinas, de Cesare Pavese

El diablo sobre las colinas, de Cesare PaveseSalvat Editores SA. 1971, Navarra (España).

Traducción de María Carmen García Lecha. 


Sopeso el libro en las manos. Buena edición, resistente, agradable, aunque muy pequeña, tipografía. El color gastado del papel compensa el esfuerzo de achicar los ojos para enfocar. De todas maneras, no da para leerlo de un tirón, sino con pausas.
Tiene un comienzo atrapante, inspirador para todo aquel que vivió el declive adolescente, específicamente el paroxismo que precede a su ocaso:
«Éramos muy jóvenes. Creo que durante aquel año no dormí nunca. Pero tenía un amigo que aún dormía menos que yo y algunas mañanas se le veía pasar delante de la estación a la hora de la llegada y salida de los trenes...»
Para los fanáticos de El Gran Meaulnes, esa magia de la literatura pesimista escrita por el maestro Alain Fournier, ya este adolescente no puede más que atraparnos. Y si no bastara con él, que no duerme, hay otro que duerme aún menos.
En fin, así le va.
El insomnio es algo que está muy bien; pero está aún mejor tener sueño y quedar despierto, cabeceando, los ojos rojos, respirando el aire nocturno del abismo. Bufando.
Y, mejor aún, cada tanto emitir un grito desgarrador.
Eso es, a fin de cuentas, la juventud.
Y El Diablo es eso, una bildungsroman, el protagonista es cerrado, lampiño, es sorprendido por gente que hace cosas además de permanecer despierto, hay el amor y todo eso, y las pasiones extrañas, y vacas, y la amistad; también muerte y enfermedad, y alcohol y drogas, además de música. Un cóctel molotov que a todos nos ha explotado (o lo hará) en el estómago.
Y también hay el peor ingrediente de todos: conversaciones vanas que buscan atrapar el sí de las cosas. El tipo de conversaciones que solo son posibles en la adolescencia, pues luego se nos escapa todo, y las conversaciones solo corroboran nuestra evaporación: pequeños eructos metafísicos.
La novela empieza con una colina en la madrugada. La visitan unos chicos. Uno grita, Orestes, el más intenso, el pathos, inevitablemente cínico, tan joven que hace luz. En la colina encuentran a un borracho, ricachón, llamado Poli, y este está drogado que no ve nada y entonces lo llevan a casa. Resultan, los héroes, invitados a la casa de campo de Poli; y allí conocen a la mujer de éste, que hace un par de cosas y se curte a uno de los chicos, y ahí hay una historia en que Poli resulta herido por una amante que tiene, y esta mujer se mata.
Y luego pasan más cosas, no es importante, ¿a quién le importa de qué tratan las novelas, después de todo?
¿Por qué este recuento de actividades argumentales en cada reseña de libros?
Los personajes se mueven, hablan, a fin de cuentas están dando vueltas por ahí. ¿Qué más iban a hacer?
A mí personalmente no me interesó mucho el libro, si quieren una opinión personal. El fantasma de Fitzgerald ronda en varias páginas. Aunque esto, hay que decirlo, no quiere decir nada.
Hay un relato interesante, sin embargo, y un gusto de haber masticado una lectura mitificada por la crítica y que tiene, muy dentro, un turbio y aburrido sabor cautivante.
«Llevé una chica al río hacia finales de julio, pero no hubo nada de estupendo ni de nuevo. La conocía, era dependienta en una librería, huesuda y miope, pero se cuidaba las manos y tenía cierto aire lánguido. Fue mientras yo miraba unos libros cuando ella me preguntó dónde tomaba el sol. Prometió, feliz, que iría conmigo al río el próximo sábado.
Llegó con un trajecito de baño blanco debajo de la falda. Se la quitó dándome la espalda y riendo. Luego se tumbó sobre los cojines de la barca quejándose del sol y contemplándome remar. Se llamaba Teresina -Resina-. Cambiamos algunas palabras acerca del calor, e los pescadores, de los establecimientos balnearios, de Moncalieri. Más que del río, ella hablaba de piscinas. Me preguntó si iba a bailar. Con los ojos entrecerrados parecía distraída.
Detuve la barca bajo los árboles y arrojé al agua. Ella no se bañó porque se había untado con aceite y olía a toilette. Cuando salí del agua goteando me dijo que nadaba muy bien y se puso a pasear por la orilla. Las piernas largas, enrojecidas, sobre las piedras y me dijo que cogiera la botellita de aceite y le untara la espalda, adonde ella no llegaba. Arrodillado le froté con los dedos y reía y me decía que fuera bueno. Reía apoyando su nuca en mis labios. Retorciéndose, me besó en la boca. Sabía lo que hacía. Le pregunté: "¿Por qué te has dado tanto aceite?"
Y ella, nariz contra nariz: "¿Qué quieres hacer, canalla? ¡Eso está prohibido!"
Continuó riendo con aquellos ojos pequeñitos y me dijo por qué no me daba también aceite. La apreté cuerpo contra cuerpo. Ella se aportó y dijo: "¡No, no, date aceite!"
No pasó de unos cuantos besos, aunque aceptó el ir detrás de las matas. Pasando el primer despecho me alegré que todo terminara allí. Bajo el sol, sobre la hierba, aquel perfume y nuestros cuerpos desentonaban. Son cosas que se hacen en una habitación de la ciudad. Un cuerpo desnudo no es bonito al aire libre. Me aburría, ofendía aquel lugar. Acepté acompañarla a una piscina en donde Resina, feliz, miró a los otros bañistas y tomó gaseosa con una caña.»
El diablo sobre las colinas, de Cesare Pavese

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