En esta región, los diluvios son habituales. Nos hemos acostumbrado desde siempre a una lluvia furiosa que vuelve una y otra vez, y a una perpetua inundación.
Hay quien dice que morimos ahogados hace tiempo, que las calles de nuestra ciudad son las calles de nuestro cementerio y que nuestras casas son nuestras tumbas. “Solo cuando vemos cómo el sol sale”, añade este insensato, “recordamos la verdad, una verdad tan horrible que, al instante, huimos de ella y soñamos, en nuestro sueño eterno, con la luz de una superficie imposible ya para nosotros”.
¿Crees, le respondemos, que a un montón de muertos les puede resultar grato que les recuerden que están muertos? Es lo que le decimos antes de que, furiosos, acabemos con su vida una vez más. Con palos y con piedras, lo matamos. El sol vuelve a brillar mientras las nubes se disipan y lo enterramos junto a una dehesa. Vemos el sol y lo admiramos: es tan extraño, aquí. Es extraño y hermoso. Sabemos que debemos disfrutarlo lo poco que vaya a durar. Pronto regresará la lluvia, una lluvia terrible: el diluvio. Es el castigo a nuestro crimen. Moriremos ahogados y olvidaremos nuestra muerte, y vagaremos otra vez por estas calles sumergidas escuchando a aquel sombrío, enfermo agorero: nuestro ejecutor.