Ayer hice por primera vez el recorrido en tren por la sabana de Bogotá. La máquina sale del centro de la ciudad y recorre un buen trecho de esta, entre edificios residenciales, centros comerciales y congestionadas vías arteria. Cuando uno cree que por fin ha salido al campo, de pronto se da cuenta que lo que antes era solo naturaleza, ahora es más ladrillo que otra cosa, tanto, que en un determinado momento el espacio entre los rieles y las casas o muros de los condominios es de tres metros o menos. Sin embargo, el cemento queda atrás en algún momento y se abre espacio el verde.
Me conmovió profundamente ver como, mientras cruzábamos la urbe de un extremo a otro -tanto de ida como de vuelta-, la gente se animaba a decirle adiós al tren con una sonrisa en los labios. Ancianos en las ventanas, niños en la calle subidos a los hombros del padre, empleados de supermercado que dejaban de lado por unos segundos sus ocupaciones, celadores de lujosas edificaciones, los ocupantes de los autos que esperaban en el semáforo a que la máquina pasara, comensales de restaurantes que se levantaban de sus mesas para agitar la mano y grabar con sus celulares, habitantes de barrios deprimidos que se asomaban al sentir el silbato y uno que otro campesino en bicicleta que hacía el alto por un momento.
Las dos locomotoras y los catorce vagones repletos de gente respondían a las muestras de aprecio a su manera: la máquina pitando y sus ocupantes saluando por las ventanas. Y eso que yo creía que la capacidad de asombro de la gente que vive a mil revoluciones por segundo estaba agotada. Debo aceptar que las cosas sencillas aún conservan su encanto.