Me conmovió profundamente ver como, mientras cruzábamos la urbe de un extremo a otro -tanto de ida como de vuelta-, la gente se animaba a decirle adiós al tren con una sonrisa en los labios. Ancianos en las ventanas, niños en la calle subidos a los hombros del padre, empleados de supermercado que dejaban de lado por unos segundos sus ocupaciones, celadores de lujosas edificaciones, los ocupantes de los autos que esperaban en el semáforo a que la máquina pasara, comensales de restaurantes que se levantaban de sus mesas para agitar la mano y grabar con sus celulares, habitantes de barrios deprimidos que se asomaban al sentir el silbato y uno que otro campesino en bicicleta que hacía el alto por un momento.
Las dos locomotoras y los catorce vagones repletos de gente respondían a las muestras de aprecio a su manera: la máquina pitando y sus ocupantes saluando por las ventanas. Y eso que yo creía que la capacidad de asombro de la gente que vive a mil revoluciones por segundo estaba agotada. Debo aceptar que las cosas sencillas aún conservan su encanto.