Estaba casado y tenía un niño de cuatro años con Isa, una atractiva mujer de treinta y cinco, farmacéutica de profesión y que, de modo unilateral había decidido no tener más descendencia. Él, médico de familia, aceptó la decisión de su mujer y pidió a un colega que le hiciese el favor de colar a Isa en el hospital y esta se operó dos semanas más tarde.
Aunque follaban más bien poco, ella tenía claro que Laurita era más que suficiente y no se fiaba ni un pelo de que su marido fuera a hacer diana si fallaba el condón. Su farmacia, su peluquería semanal, sus tratamientos de belleza y su gym; luego Laurita y después, Fernando. Posicionados así niña y marido en su lista, estaba claro que una ligadura era prioritario para Isa. Y como para el doctor Fernando Fernández sus prioridades eran su trabajo en el ambulatorio, sus colegas de bici, sus amigos de los jueves de cañas, su peña de los bolos, Laurita e Isa, lo de la ligadura le pareció una buena idea.
En su casa, vistas así las cosas, con el caleidoscopio que distorsiona el paso de los años y los listados de prioridades, todo iba de puta madre. Follaba poco, sí, esa era la única pega que podía ponerle a su cómoda vida.
Ver a Isa en bolas lo hacía de cuando en cuando si la pillaba en la ducha y, de cuando en vez, si la cogía sin pilas en el vibrador, echaba un polvo de los rapiditos. Si eso último pasaba, Isa se quitaba el tanga, se ponía a cuatro patas encima de la cama y le decía que nada de preliminares, que se tenía que ir a la farmacia, al gym, a dejar en un cumple a Laurita, a la pelu, al masajista, con sus amigas...
Fernando daba cuatro empujones, se corría como se corren los eyaculadores precoces y se quedaba un rato en la cama, mirando al techo ensimismado con las bragas de Isa en la mano, huele que te huele, en cuanto su mujer abandonaba el dormitorio.
Un día, tras oler braga durante un rato más de lo habitual, Fernando se vistió para ir a la consulta. Pasó de ponerlas en el cesto de la ropa sucia y metió en su maletín las braguitas, algo que no tenía por costumbre hacer.
Durante el trayecto recordó los poemas que escribía a Isa cuando eran novios, en un tiempo ya tan lejano que le pareció la prehistoria del amor, esa edad extinta en la que sonreía como un bobo cuando, tras recitar sus versos de enamorado, lo siguiente que veía era el hermoso culo de Isa y lo que escuchaba era ese "sí, amor, dame más, siiiiií".
Con el olor de las bragas de su mujer aún en su memoria, Fernando intentó recordar la última vez que Isa gimió como antaño o pidió de aquella manera. Aún guardaba esos versos gilipollas en un cajón de su despacho y, de un modo igualmente gilipollas, su memoria atesoraba la imagen de la melena, el trasero y las caderas de la otrora libidinosa Isa.
Aparcó el coche y se dirigió a la consulta. Repasó su lista de pacientes y comprobó que Alicia Maldonado estaba en ella.
Alicia era una mujer de unos treinta, a la que había visto mucho en la consulta en los últimos meses, a raíz del fallecimiento de su marido de un infarto fulminante. Alicia empezó a acudir por sus ganas de morirse, literalmente y Fernando le recetó una medicación para dejar de llorar. La viuda pasó medio luto en la consulta y comenzó a ver a su médico de familia para contarle sus avances con cierta asiduidad. Llegó un momento en que no solo acudía a las citas que él ponía en su agenda, sino que también solicitaba una con cualquier excusa.
Leyendo su nombre, Fernando se sorprendió a sí mismo con una sonrisa en los labios. Era la penúltima paciente de la lista.
Llamó a un tal Marcos López y cuando esté salió, recibió a Alicia. La mujer se había cortado el pelo y lo llevaba más claro. También vestía una camiseta ajustada y unos vaqueros desgastados muy favorecedores.
Cuando saludó a Fernando, ella tampoco pudo evitar sonreír.
-Buenas tardes, doctor.
-Hola, Alicia, siempre que vienes a consulta insisto en que me tutees. Son muchas visitas ya. ¿Cómo vas? ¿Duermes mejor?
-Y a mí siempre se me olvida que me pides que te llame por tu nombre de pila, Fernando. Sí, descanso tres horas seguidas al menos. Y ya apenas lloro.
-Sabía que no sería necesario derivarte al especialista. Tu estado anímico, dadas las circunstancias, era el que cualquier persona tendría tras la pérdida de un ser querido. No soy partidario de enviar al psicólogo a nadie en estos casos, salvo que no observe ninguna mejoría tras un par de citas. El duelo es necesario. No se está enfermo, se está triste y vacío. Una pequeña ayuda farmacológica y hablar es mi prescripción médica. O más bien, al revés, hablar y un poco de ayuda del doctor. Lo que te tomas es una dosis pequeña, pero suficiente para aliviar la tensión.
-Evitó que llorara tanto.
-Te calmó un poco.
-El resto lo hiciste tú...
-Mis pacientes me regalan bombones por Navidad.
-Sabes a qué me refiero... El doctor Soto era un sieso. Agradecí que se jubilara anticipadamente y que tú cubrieras su vacante.
-Gracias... ¿Sigues teniendo esos sueños recurrentes?
-Cada vez menos. He pedido cita precisamente para comentarte algo. Me da bastante vergüenza...
-¿Vergüenza?
-Sí... Es que... en los últimos días he soñado varias veces contigo...
(continuará...)
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