Iván de la Nuez
El arte es un don. Aunque ese don no siempre deba referirse (pongámonos antiguos) al talento o la “gracia” con el que vendrían bendecidos de manera natural (desde la cuna, desde los genes, desde códigos ancestrales) algunos de sus cultivadores.
Hay otro don que alude a “donar”; al arte concebido para “dar”, activado como ofrenda. Una concesión a través de la cual los seres humanos, más que una transacción, establecen una conexión, dejando aparte magnitudes tales como el Estado, el mercado o el derecho.
Hay algo comunista en esta manera de entender el arte. De hecho, quizá esto es lo único comunista que el arte debería admitir en sus predios. Ese “algo” tiene que ver con las obras, pero también con el modo en que éstas circulan de mano en mano; no atrapadas por completo en esa telaraña que enlaza la originalidad y la copia, lo ajeno y lo propio, el prestigio y la autoría…
Cuando el comunismo real se vino abajo para diluirse en el capitalismo virtual (cuando el PC como partido comunista dio paso al PC como personal computer), el mundo se abocó a otra dimensión con respecto a estos asuntos. Justo en el momento en que el comunismo cruzó la frontera hacia Occidente a través de sus exposiciones, sus artistas, su vocabulario o su estética, arrastrando consigo algo inalienable de su código genético: un severo desencuentro con la propiedad.
Al final, hoy importan poco las estatuas hieráticas o ese lenguaje (también pétreo) que el estalinismo conjugó desde el futuro perfecto. Lo que descoloca a la actual sociedad neoliberal que lapidó al comunismo -pero que se permite coleccionarlo como un fetiche vintage– es que estos abalorios consigan trastocar conceptos sagrados que el antiguo capitalismo manual -y el actual capitalismo de manual- llegaron a considerar eternos.
Esa lectura hilvana un discutido ensayo de Jonathan Lethem en el que las bases de nuestros criterios sobre la propiedad –a partir de obras literarias o artísticas– se tambalean. (De hecho, casi todas sus líneas han sido “adquiridas” de otros autores, otros tiempos y otras
circunstancias.) En Contra la originalidad. O el éxtasis de las influencias, publicado por primera vez en 2007, el novelista de Brooklyn toma como punto de partida esta libre distribución que permite a la cultura explicarse a sí misma desde una larga cadena de apropiaciones, hurtos, expropiaciones, síntesis o enriquecimientos varios que hacen difícil, cuando no imposible, la adjudicación, en propiedad absoluta, de muchas y muy connotadas obras a través de los siglos.
Lethem parte de un relato de Heinz von Lichberg, de 1916, que aborda el amor de un hombre adulto por una adolescente. El título de la narración es, a su vez, el nombre de la muchacha: Lolita. Una Lolita casi olvidada que apareció con cuarenta años de anticipación a la famosa novela de Vladimir Nabokov con idéntico título. Lethem se pregunta si Nabokov, que vivió en Berlín hasta 1936, conocía la obra de Lichberg y, por lo tanto, la esquilmó a conciencia. O si, por el contrario, Nabokov sufrió los efectos de la “criptomnesia”, esa memoria escondida en nuestro subconsciente que capaz de deslizarse entre nuestro archivo secreto y nuestras obras públicas, lo que si bien no nos convierte exactamente en plagiarios, sí golpea directamente nuestra vanidosa suposición de originalidad. A partir de aquí, una cascada de préstamos –o robos– de los que no se salvan ni Bob Dylan ni los cubistas, ni Francis Bacon ni el surrealismo, ni Hemingway ni Eliot, como tampoco Shakespeare o Leonard Bernstein…
La aparición de la fotografía, así como su impacto jurídico en términos de propiedad, es ejemplo suficiente para que el autor apuntale su tesis. “¿Robaba el fotógrafo algo de la persona o del edificio cuya imagen retrataba?” Las leyes, en este caso, decidieron premiar por primera vez a los “piratas”, recuerda Lethem. Desde entonces, hubo algo que pasó a ser propiedad de todos, un espacio conquistado “donde un gato es libre de mirar a un rey”.
El novelista llega a intuir, incluso, el grito de repudio que le espera de algunos lectores:
“¡Comunista!”
Y aunque sabe que una sociedad liberal no puede existir sin la propiedad, no ignora que “hay cosas que el término ‘propiedad’ no captura”. Esto es así porque las obras de arte existen “simultáneamente en dos economías, una economía del mercado y una economía del regalo”. En la primera, se da una transacción de poco contacto (poca comunidad, podríamos añadir). En la segunda, asegura este ensayo, se establece “una lazo sentimental entre dos personas”.
Tales conclusiones, y otras igual de jugosas, resplandecen en este libro breve e intenso que empieza con la evocación de esa Lolita primigenia y llega hasta un cuestionamiento profundo de ese pedestal de autoridad sobre el que está encaramado el arte. Y lo cierto es que, en las múltiples Lolitas que hemos conocido, se repite la cadena típica de las muñecas
rusas que nos lleva de Lichberg a Nabokov, de Stanley Kubrick a Adrian Lyne, de sustantivar a cualquier chica no adulta hasta definir una categoría de la pornografía.
Según las leyes del copyright, ¿cuánto se paga al olvidado Lichberg cada vez que visitamos a cada una de ellas?
La respuesta es fácil: Nada.
Pero… ¿acaso pagó algo Picasso a Le Figaro por “usar” el diario en sus famosos collages?
Como Jonathan Lethem sobre Nabokov, dos artistas españoles –Rogelio López Cuenca y Daniel G. Andújar– han soltado la misma pregunta sobre Picasso. Convencidos, ambos, de que (más allá de su lectura digital) el código abierto es intrínseco al arte. Y no sólo por la ruptura reciente que propone, sino también -y sobre todo- por la continuidad milenaria que supone.
(*) Este argumento aparece desarrollado en mi libro El comunista manifiesto, Galaxia Gutenberg, 2013.
(*) La imagen es una pieza de Rogelio López Cuenca.