Amanece en Angry Land.
Las primeras luces se infiltran en la habitación, discretas y mudas, a través de los cristales del ventanal, reverberan en el espejo de la habitación, y terminan sumiéndose en los cabellos de una mujer que postrada, dormita plácidamente. De no ser por el sonido de su respiración entrecortada, podría asegurar que está muerta. De vez en cuando se mueve, girando sobre sí misma entre unas sábanas de algodón color caoba que ahora mismo se deslizan peligrosamente hacia el precipicio de la cama. Sus pies sobresalen varios centímetros del colchón, esperando que las zarpas de ese monstruo infantil con el que tanto soñaba, se la lleven consigo hacia los bajos más oscuros de la cama. La máscara de pestañas corrida por sus mejillas desvela lágrimas secas que un día expresaron dolor. Hoy tan solo desesperanza.
Anochece en Angry Land. Las luces artificiales de la ciudad han reemplazado a la cálida luna, que esta noche no saldrá. El reproductor se ha apagado y la habitación ha enmudecido. Ya no se escucha suspiro alguno ni respiración. Musarañas invisibles comienzan a tejer sus telas alrededor de un cuerpo que sin vida, se extiende a lo largo de una cama. Las sábanas reposan en el suelo. Han sabido bajar a tiempo de un tren que ha terminado descarrilando. Tan solo un último movimiento perturba el sosiego de aquella habitación. Un osado bote de pastillas se desliza entre unos dedos que un día tuvieron una mejilla a la que acariciar. Mientras se desploma por el suelo todo su contenido, una sonrisa desgastada se dibuja en un rostro que jamás perdió la esperanza de volverse a encontrar…
Hasta exhalar su último suspiro.