A todas luces la primera impresión causada era de ahogamiento, pues no dejaba de agitarse en el agua, revolverse contra sí mismo, luchar y abrir la boca en señal de socorro (o de admiración). De hecho dicen que la primera impresión es la que cuenta, pero quizá todos nos equivoquemos al pensarlo… Ante él, unos metros más al frente y bordeando el apartado arroyo, se alzaba quien tal vez provocara su angustia y desamparo: una mujer semivestida y contrastada al sol del amanecer, que levantaba pueril los brazos, como muestra del sueño que aún le quedaba en el cuerpo.
La presunta víctima de una fatal inmersión continuó moviéndose lo justo para no cambiar su emplazamiento, y poder seguir observando aquella efigie que tan fascinado le tenía. De larga melena cobriza y piel tostada, con el astro rey como guardaespaldas celoso, y luciendo una amplia camisa masculina que desnudaba sus prometedoras piernas, la imagen del deseo seguía proyectándose en la orilla, para deleite de aquel pobre moribundo. Nada parecía tener lógica o explicación, pues ya no sabía quién era o había sido hasta entonces. Sólo sabía de ella, tan cercana como inalcanzable…
Y quiso el sol elevarse un poco más hasta mostrar una figura masculina que se acercaba estúpida hacia su chica. Un hombre que, dándole un beso de buenos días, la tomaría por el brazo y la conduciría a la tienda de campaña donde les esperaba un maldito café. “Todo había sido un espejismo”, se dijo entonces el pez espadachín, recordándose seguro en el medio y advirtiéndose cadáver -ahora sí- de pretender escapar de él…