“ Delante de una persona canosa te levantarás y honrarás al anciano”.
(Levítico 19:32)
Anciano, Rembrandt, aguafuerte, 1630.
I
Llegó puntualmente. Se quitó la gabardina y la entregó. Un camarero le asignó una mesa. Se sentó, leyó la carta y pidió:
-¿Cuántas entran?
-Van al peso.
-Póngame cuatro y una caña sin alcohol.
Comió. Salió del bar y estaba lloviendo. Miró la hora y vio que era muy pronto para encerrarse en su casa. Cubrió su calva con el sombrero de fieltro, abrió el paraguas y decidió andar por la Gran Vía.
II
Pura rutina: por las mañanas, gimnasio; las comidas y cenas en fondas lejanas. A la tarde, paseos en metro o en bus. A las ocho, misa. Sus desplazamientos son constantes. Nunca está quieto. No se rinde en su empeño de romper el hechizo, de encontrar una vía de dar ocupación a consonantes y a vocales.
Observo -estoy sentada del lado de acá del cristal que me separa del relato-. Ya está en su cama. Son las diez. Una radio portátil lo acompaña. La ventana está abierta y un trocito de noche atraviesa las sábanas.
Dedica los días a escuchar y ver. La gente lo ignora. En el gimnasio todos son mucho más jóvenes que él; en los bares, los camareros rotan con una frecuencia que impide cualquier tipo de relación; en los transportes todos van ensimismados, los problemas mantienen las pupilas ciegas. En misa, el cura y los feligreses siempre tienen prisa. Ni siquiera la muerte se apiada de él -y eso que no para de dirigirse a ella.
El viejo no es más que un extraño en un mundo desbordado que huye de revelaciones.
El viejo es amargado y su lamento invisible. Sin embargo, dentro de la cáscara dura y áspera, pesada, hay una almendra: Cruz es un pozo de sabiduría, se agrupan en él todos los arcanos de la soledad.