Iván de la Nuez
Con la expansión de la crisis, los méritos han vuelto a tener predicamento. No es para menos, habida cuenta de esas grandes masas, la mayoría jóvenes, que viven un desencuentro estructural con el mercado de trabajo. Y tampoco es para menos, habida cuenta de que el asunto no se limita al “desempleo”. Casi tan grave resulta su paliativo -el empleo precario- y que la gente, frente a la nada, acabe conformándose con lo poco.
Así funciona, hoy, este sistema.
En un presente en el que vuelve con fuerza la esencia y no la elección, la herencia y no el mérito, el apellido y no la carrera, es comprensible que la meritocracia genere ilusiones. Tanto como que, en algún lugar del imaginario colectivo, se cebe la fantasía del triunfo definitivo del talento y el esfuerzo, tan propios del self-made-man a lo anglosajón o de la feina ben feta a la catalana.
Ahí se esconde, sin embargo, una trampa; pues los méritos no son magnitudes neutras ni, desgraciadamente, están determinados por el sujeto que los atesora, sino por la autoridad que los concede. Y sí, tal vez sean más evidentes en la guerra o el deporte, pero en los mundos de la burocracia o los negocios conviene hurgar en las tinieblas para entender algo sobre ellos.
A fin de cuentas, ninguna sociedad -más si está en transición o crisis-, suele premiar aquello que la cuestiona.
Quizá por eso Adam Smith identificara, hace más de dos siglos, a los sujetos portadores de “estados impropios” –el libertador pobre, el llanero violento, la víctima o el gobernante manirroto que regala lo ajeno- como lastres para una meritocracia en la que debía prevalecer lo doméstico y lo estable. Así pues, por debajo del discurso capitalista sobre los méritos, más que la virtud se gratificaba la obediencia. Y más que residir en el arte de quebrar las normas, tal virtud se alojaba en la habilidad para usarlas.
A pesar de su exaltación de la igualdad por encima de la competencia, los países comunistas no lo hicieron mejor. De manera que su versión de la meritocracia puso el énfasis en la fidelidad –al partido, al sistema, al secretario general-, hasta el punto de convertirla en El Mérito por excelencia.
Una vez desplomado el comunismo en Europa del Este, y explayado el capitalismo de las nuevas tecnologías, la concepción del mérito sufre una mutación importante. Por una parte, tiene lugar “la era del acceso” de grandes multitudes a unas posibilidades inéditas de visibilidad y exposición de sus cualidades. Por la otra, como ha visto César Rendueles en Sociofobia, muchas veces esos méritos han sublimado el carisma antes que la formación propiamente dicha. La meritocracia de la cultura digital ha extendido la figura del iluminado solitario que, surgido de un garaje, acaba amasando millones. Al punto de que hemos terminado encumbrando a un rey (Bill Gates), canonizando a un santo (Steve Jobs) o condenando a un demonio (Kim Dotcom).
El término meritocracia surge en 1958, con el libro The Rise of Merithocracy, de Michael Young, que siempre le dio un tratamiento crítico, por no decir peyorativo, al vocablo de marras. El neoliberalismo, en cambio, ha hecho lo posible por abrillantar la palabra y no parece casual que fuera Tony Blair –rey de la tercera vía- el encargado de redimensionarla. (Algo que, por cierto, enfureció al propio Young, quien denostó la habilidad especulativa como máxima virtud de la nueva época).
Esa distorsión de Blair es una buena clave para entender, por ejemplo, el sello de las políticas culturales recientes, que difunden como mérito el hecho de que la gente se comporte como una industria en lugar de como una comunidad. En esa cuerda, el meritócrata de hoy insiste en convencernos de que el tiempo es dinero, sobre todo porque perder el tiempo es, sobre todo, perderlo con otras personas.
Conviene recuperar aquí los argumentos de Paul Lafargue o Bertrand Russell, quienes apostaron por la utilización del tiempo libre en su justo sentido. Es decir, no como la etapa de reposición de fuerzas para volver al trabajo, sino como el aprovechamiento de un periodo no sujeto a explotación. Es curioso que, tanto en El derecho a la pereza, de Lafargue, como en Elogio de la ociosidad, de Russell, encontremos una anticipación a las posibilidades libertarias de una época como la nuestra, en la que pueden romperse las barreras entre el día y la noche, días laborales y fines de semana, hogar y oficina, deber e imaginación. Los ecos de Russell nos ayudan asimismo a subvertir aquel viejo prejuicio de los ricos, “convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre”, de modo que era mejor que dedicaran la mayor cantidad de sus estúpidas horas al trabajo. (O a buscarlo).
La meritocracia aparece en la actualidad como esa dimensión en la que nuestro tiempo queda secuestrado por la competencia, como una tercera vía entre los derechos y la supervivencia. Y es que, por lo general, cuando hablamos de mérito, en realidad nos referimos a “oportunidad” (sobre todo en una sociedad en la que no impera la demanda sino la oferta, y que no tiene suficiente con la dosis; necesita a toda costa la sobredosis).
La meritocracia no puede crecer sin el miedo a la pobreza. Y si en otro tiempo llegó a mostrarse como un trampolín para ascender socialmente, ahora se parece más a un clavo ardiendo al que nos agarramos para no descender (aún más). En esa circunstancia, la meritocracia se comporta como la zanahoria que nos hace movernos en pos de algo inalcanzable. Un estímulo pavloviano por el que avanzamos, salivando, sin percatarnos de que, al final, el fin justifica los méritos.
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