El final de una historia cuenta mucho. La forma como termine, determina para que recordemos un relato literario, o, por el contrario, lo mandemos al envoltorio de los olvidos.
Los buenos relatos son recordados por la manera cómo concluyen.
Precisamente, en es este momento, sin hacer mucho esfuerzo, la polea memorística me ha colocado la imagen de cómo termina la novela Pedro Páramo, del escritor mexicano Juan Rulfo:
Al cacique Pedro Páramo, marchitas sus fuerzas, nostálgico, sentado en su mecedora, lo empieza a abandonar la vida, acordándose de la mujer que tanto amo, Susana.
Y me llega, como si yo lo hubiera llamado, otro final precioso de una novela corta, Noche de Califas, del literato mexicano Armando Ramírez:
El personaje central de Noche de califas, Macho Prieto, en la irrealidad, baila solo en un salón de baile, pero sus brazos semejan llevar del talle de la cintura a esa mujer que tanto amó, Eva; es su noche con su enamorada, esa que desde hacía tiempo ya se había extinguido; no existe nadie más para Macho Prieto que su hembra con la que baila. Y después, el agarrón a cuchilladas con su púpilo, ese que ya se había hecho todo un califa. Y los presentes boquiabiertos viendo el combate. Y miraron caer al púpilo de Macho Prieto, en el piso lustroso de la pista de baile, sangrando hasta el final de la vida, su vida; también la vida de Macho Prieto, quien no quiso voltear a mirarlo cómo se iba extinguiendo, y, después, como en otra dimensión, empezó a quitarse las prendas de vestir, una a una, y así, semidesnudo salió a las calles de esa noche oscura.
Casi al concluir este artículo, he copiado finales de esas narraciones para puedas leerlas, si gustas.
El final de una historia, cómo hay que trabajarla
El final de una historia debe ser coherente, con el curso de los acontecimientos del relato.Al lector no le gusta que lo traten como tarado; lo que le encanta es descubrir aquello de lo que el escritor da pistas en el relato; en esas dos novelas, los autores no son explícitos, solo sugieren la transformación de los personajes, y como viven sus conflictos internos.En el ámbito de la música, hay un grupo que me encanta por su prosa poética de sus canciones: Maná. Pero tienen un defecto: los finales de las historias tratan como idiotas a los oyentes. Por ejemplo, "En el muelle de San Blas", se cuenta la historia de una mujer que, enamorada, permanece en una playa, en una espera eterna de un barco que traiga de vuelta a su amado. La canción tiene imágenes y metáforas muy bien trabajadas:
A través del relato de la canción ya uno entiende que la mujer ha perdido el juicio; pero llega un momento que el autor de la letra cree que la gente es tarada y mata la historia:Llevaba el mismo vestido.Y por si él volviera no se fuera a equivocar.Los cangrejos le mordíansu ropaje, su tristeza y su ilusión.
No había necesidad de que el autor nos restregara que ella era una loca y que se la quisieron llevar "al manicomio". Ser tan explícito en el final de una historia resulta contraproducente. Porque al lector, repito, no le gusta que lo tratemos como un tarado, un tarado al que habría que darle todo digerido. No. Al lector le agrada participar en el curso de la historia. Le encanta descubrir la evolución de los personajes, por sus actos; y los finales de los relatos, también por lo que no se dice, pero se sugiere.Su cabello se blanqueó,pero ningún barco a su amor le devolvía.Y en el pueblo le decían,Le decían la loca del muelle de San Blas.Y una tarde de abrille intentaron trasladar al manicomio.Nadie la pudo arrancar.Y del mar nunca jamás la separaron.
Final de una historia: sorpresivo
En el cuento, el final de una historia cautiva mucho si este es inesperado, siempre y cuando sea acorde con la historia. Por ejemplo, en La vida feliz de Francis Macomber, el lector espera que el relato concluya cuando Francis Macomber sea devorado por alguna fiera de la selva, o cuando Macomber le meta unos tiros a su bella mujer y al amante de esta, allá en la selva mientras cazan leones y otras bestias peligrosas. Pero no, este cuento tiene un final inesperado: Macomber, mientras se defiende del ataque de un animal peligroso, cae al suelo; su bella mujer tiene un arma larga que recién ha disparado. Es un final inesperado pero acorde con el desarrollo del relato.
Sin embargo, el final de una historia en el cuento no siempre tiene que ser sorpresivo. A veces concluye una narración de este género, sin sorpresas, y también agrada.
Final de una historia: tres ejemplos
Ahora sí, aquí están tres ejemplos de un buen final de una historia.
Pedro Páramo, el final de la novela
En Pedro Páramo, de Juan Rulfo se abordan, entre otros aspectos, el machismo de este personaje, sus bravuconerías, su impiedad contra sus enemigos.Sin embargo, el final de esta historia, nos revela a un Pedro Páramo marchito y débil, sufriendo por el amor de Susana. El texto que se encamina al final de esta historia, empieza cuando Pedro Páramo, ya sin fuerzas, miraba a una persona que iban a enterrar:
Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.
—Susana —dijo. Luego cerró los ojos—. Yo te pedí que regresaras…
»… Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan».
Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.
«Ésta es mi muerte», dijo.
El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.
«Con tal de que no sea una nueva noche», pensaba él.
Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo.
«Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo, hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz»
Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.—Soy yo, don Pedro —dijo Damiana—. ¿No quiere que le traiga su almuerzo?
Pedro Páramo respondió:
—Voy para allá. Ya voy.
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
Noche de Califas, el final memorable de la historia
Trata esta novela sobre los andares de Macho Prieto, un padrote de buena apariencia que vivía para la mujeres; y también de ellas se mantenía. Era una especie de maestro en los oficios de engatusar a las mujeres y ponerlas a trabajar en el oficio más viejo del mundo: dar placeres íntimos, mediante paga, a los hombres. Uno de sus pupilos fue Conde, quien a la postre se convirtió en su rival a muerte; era una rivalidad que ninguno de los dos quería, pues en el fondo, se estimaban.
La rivalidad entre ambos surgió por Eva, la amada de Macho Prieto. Nunca se aclaró bien a bien si la mujer le fue infiel con su pupilo; pero a Macho Prieto siempre le quedó esa duda. De modo que buscó vengar el honor con una pelea a muerte con su púpilo, aunque en el fondo el no quisiera lastimarlo; lo quería, pero estaba dolido por su ingratitud.
El final de una historia buena, la podemos ver, precisamente, en Noche de Califas.
Al texto reproducido le anteceden las escenas memorables, donde vemos a un Macho Prieto bailando en la pista del salón con una Eva que ya no existe, pero para el hombre es como si ella estuviera allí, danzando con él esa pieza que era solo de los dos:
MACHO Y CONDE FRENTE A FRENTE, los cuchillos salieron a relucir pegados a las piernas de los pantalones, puntas agrias abriendo los silencios. Porque hasta Jorge Tianguistengo se quedó callado, con la boca abierta de par en par. Los dos o tres metros que separaban a los califas eran los que se tenían de respeto y de rencor. Y no era el rencor porque una mujer estuviera muerta sino era el rencor a toda la vida a cada minuto de existencia que tenía sobre este lugar. Eran las ganas de morirse a su debido tiempo. El tiempo de la nada. Conde abrió primero su boca seca y avinagrada. «Llegaste temprano, te vi… sin que…». Macho ataja todo oropel verborreo: «Un califa nunca duerme, mi buen. ¿Ya se olvidó de que soy califa o de que usted lo es?». Conde sonrió y dijo rápidamente: «¿Seguro?… ¡ya te estás haciendo viejo!». «Pero la lengua se vuelve más ágil, sirve para la mujer y sirve para el verbo…».Conde miró con desprecio la respuesta de Macho y lo laceró: «Pero aparte de todo eso, la mente también se cansa cuando las ganas de vivir tienen el olor de la mierda…». Y como si hubiera oído la trompeta que marcaba el inicio de un danzón, se hicieron de piernas y esgrima, sus corazones recibían golpes de timbales.El salón de baile era la complicidad silenciosa repartiendo el espacio luminoso ellos atentos, en busca del parpadeo que les permitiera largar su cuchillada. Las vueltas en redondo eran los círculos sucesivos con que bajaban a sus infiernos. Mirada a mirada se decían lo mucho que se querían, lo mucho que se tenían compasión, la tristeza que les embargaba y les impedía detenerse.
El odio que se tenían a sí mismos era la energía que les impelía a lanzar las hojas afiladas a la humanidad movible. Fue cuando Conde se dejó ir hacia el bulto. Macho lo supo en las pupilas del Conde, así giró hacia atrás dejando pasar con el viaje a Conde, y cuando Conde revoloteaba a tientas, Macho atacó con la prestancia del suicida. Conde medio evadió el cuchillo, sus ropas fueron desgarradas de la tetilla derecha hacia el hombro: «Ooooh», dijo la multitud. Macho se revolvió para no perder el bulto. Miró la desgarradura y sonrió burlón… Conde tiró sin saber por qué una patada a los testículos de Macho. Macho sintió el botín en su cuerpo después un dolor que se anidaba entre sus intestinos y el aire que le faltaba.
Pero Macho estaba hecho en la lucha, así es que trató de nunca perder de su mirada el bulto. Conde entendió que era el momento de atacar. Macho volvió a girar hacia un lado, pero ahora con la punta como defensa. Conde sabe que lo tiene que acabar en ese momento y vuelve a intentar la cuchillada, ahora con una trayectoria de abajo hacia arriba y desde fuera hacia adentro. A Macho los pies también le servían y en vez de ir con su cuerpo estiró su pierna hasta llegar a la boca de Conde. La sangre fue un borbotón que salió de la boca de éste hasta llegar a través de sus ropas al suelo de la pista. Macho odió más que nunca la sangre y sonrió con la amargura escapándosele entre los dientes: «Y eso que estoy viejo…». Macho ataca tentando a la muerte, esa puta que lo tenía harto. Pero, Conde giró aunque no pudo evitar ser herido en un brazo. Conde con el viaje de su giro regresó con el cuchillo que sabe que sí es cierto que el Macho se está haciendo viejo cuando el cuchillo rasga la piel de sus costillas. Entonces Macho supo, y tú lo sabes, Sugi, que él no sería el muerto; el rasguño le ardía, y el bulto del Conde venía creyendo rematar. Macho lo único que tuvo que hacer, y lo hizo con toda la sapiencia del mundo, fue recibirlo. Tú, Sugi, miedoso, viste con estos ojos que no te pueden mentir cómo el cuchillo se fue enterrando en el pecho del Conde. Macho empujó más fuerte y arrojó el bulto al suelo lustroso de la pista. El cuerpo de Conde cayó de espaldas.Conde supo que estaba muerto de por vida, sonrió con una amargura y deletreó la frase con la que el salón volvió a quedarse mudo: «No me abrí…». Macho no quiso ver cómo expiraba el Conde y ahora entiendes que no lo quiso ver porque Macho en ese momento era otro que también había pirado al infinito, largándose de aquí.
Y ustedes las moscas aletearon su alegría porque no entendían nada de lo que había sucedido en ese momento Macho dio la cara y era el rostro de un iluminado que había despegado de la tierra, ni el aaah de la multitud pudo sacarlo de sí mismo. Su mirada tropezó con la boca abierta de Jorge Tianguistengo. Miró extraño a todo su alrededor. Miró a la Muñeca, quién rehuyó su mirada; él parecía ver gente extraña hasta cuando se le acercó la Remedios: «Oh mi rey…». ¡Déjame…! Un déjame seco, rechazante, fue la palabra para repeler ese cuerpo. Y Remedios seguía sin entender: «¿Qué vas a hacer…?». Macho miró nuevamente como si fuera otro: «Qué, la muerte es la muerte. Yo no estoy, yo no he estado, uno no está desde antes de que uno nazca…». Y tú, Sugi, ahora que estás escribiendo esto te das cuenta de qué tan idiota eras, que interveniste con toda la apuración de la justicia: «¡Vamos Macho!». Macho con la mirada te hizo caca: «¿Vamos?, no estar es estar solo, ser en la nada…». «Te va a agarrar la policía…». Y Macho te volteó a ver con la extrañeza con que miraría un ser desatado de toda liga y toda represión: «Qué es eso, quiero andar, saber de la calle…». Y tú imbécilmente volviste a lo mismo, a lo cuerdo: «Te van a encarcelar…». Macho, con una mirada que era como si se alejara de todos los presentes, murmura: «Ya no, estoy a las espaldas de Dios…». Y tú, Sugi, ahora, en este momento que lo estás escribiendo no sabes si ponerlo o no; pero, porque te da vergüenza; te querías reír, te querías carcajear de lo que decía el Macho. Miraste a la Remedios que también pensaba que bromeaba y la Muñeca se alejó como diciendo a éste le patina el coco. Macho ya no tuvo nada que lo detuviera, avanzó por la pista y fue botando sus ropas, se quitó el saco, la corbata, el chaleco, la camisa. En él, el acto de desnudarse era dar la impresión de deshacerse de cosas que le pesaban. Te pareció, no lo puedes asegurar ahora, a la distancia, que algún músico comenzó a sonar su cornetín mientras el Macho se perdía hacia la entrada, semidesnudo, y era de una tristeza y una nostalgia inimaginable. El salón, ahora lo recuerdas como algo muy vivo, se quedó inmóvil por muchos minutos, en tu cerebro oías resonar los pasos de Macho, que iba por esas viejas calles de la Merced, y tú, lo sabías a pesar de estar inmóvil en el salón de baile, entendiste que nadie iba a voltear a ver a ese hombre desnudado, porque la gente tenía miedo; además y en última instancia, a nadie le importaba ver a un hombre así.
El final de una historia como la de José Arcadio Buendía de la novela Cien años de soledad
A modo de ejemplo, expongo aquí el final de una historia digna de recordarse que está en la novela Cien años de soledad, del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. La historia de José Arcadio Buendía puede leerse como independiente, pero, a la vez, como parte esencial de la novela mencionada; de hecho, varias de las historias que vienen en Cien años de soledad podrían también leerse como cuentos. Una de ellas, como ya lo he dicho, es la del patriarca de los Buendía, José Arcadio.José Arcadio Buendía, el padre de Aureliano, aquel que frente al pelotón de fusilamiento habría de acordarse de cuando lo llevaron a conocer el hielo, fue un personaje entregado a lo que le fascinaba; era capaz de pasar varias noches en vela, encerrado con sus ideas, en busca de descubrir el mecanismo de algún aparato.Visto como un patriarca por los habitantes del mítico Macondo, sin embargo, José Arcadio Buendía sufre una transformación en sus facultades.Si viéramos la historia de este personaje como independiente de la novela, el fragmento que reproduzco, es un buen ejemplo del final de una historia memorable. El escritor colombiano concluye ese capítulo de manera magistral donde vemos a un José Arcadio Buendía muy distinto a cómo había sido:
La historia del personaje José Arcadio Buendía, ya con su demencia, sigue en la novela, pero he entresacado dicho fragmento, para ejemplificar cómo deberíamos trabajar el final de una historia narrativa.Los finales de estas tres historias son memorables -aunque ya dije que la de José Arcadio Buendía forma parte de la totalidad de un texto mayor-; en ellas se sugiere; y se invita al lector a participar en descubrir la transformación de los personajes.Ha quedado claro que al lector no debemos tratarlo como tarado; no debemos ser tan explícitos, sino sugerir en los finales de los relatos.Sin duda, la forma cómo concluyamos nuestras narraciones es determinante para hacerlos memorables o aniquilarlos. De modo que la próxima vez que estemos puliendo nuestros relatos, debemos procurar trabajar mucho los finales.José Arcadio Buendía consiguió par fin lo que buscaba: conectó a una bailarina de cuerda el mecanismo del reloj, y el juguete bailó sin interrupción al compás de su propia música durante tres días. Aquel hallazgo lo excitó mucho más que cualquiera de sus empresas descabelladas. No volvió a comer. No volvió a dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó arrastrar por su imaginación hacia un estado de delirio perpetuo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba las noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando la manera de aplicar los principios del péndulo a las carretas de bueyes, a las rejas del arado, a toda la que fuera útil puesto en movimiento. Lo fatigó tanto la fiebre del insomnio, que una madrugada no pudo reconocer al anciano de cabeza blanca y ademanes inciertos que entró en su dormitorio. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo identificó, asombrado de que también envejecieran los muertos, José Arcadio Buendía se sintió sacudido por la nostalgia. «Prudencio -exclamó-, ¡cómo has venido a parar tan lejos!» Después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de las vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había terminado por querer al peor de sus enemigas. Tenía mucho tiempo de estar buscándolo. Les preguntaba por él a los muertos de Riohacha, a los muertos que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la ciénaga, y nadie le daba razón, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos hasta que llegó Melquíades y lo señaló con un puntito negro en las abigarrados mapas de la muerte. José Arcadio Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas horas después, estragado par la vigilia, entró al taller de Aureliano y le preguntó: «¿Qué día es hay?» Aureliano le contestó que era martes. «Eso mismo pensaba ya -dijo José Arcadio Buendía-. Pera de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes. » Acostumbrada a sus manías, Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente, miércoles, José Arcadio Buendía volvió al taller. «Esta es un desastre dijo-. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que ayer y antier. También hoy es lunes.» Esa noche, Pietro Crespi lo encontró en el corredor, llorando con el llantito sin gracia de los viejos, llorando par Prudencio Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su papá y su mamá, por todos los que podía recordar y que entonces estaban solos en la muerte. Le regaló un aso de cuerda que caminaba en das patas por un alambre, pero no consiguió distraerla de su obsesión. Le preguntó qué había pasado con el proyecto que le expuso días antes, sobre la posibilidad de construir una máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él contestó que era imposible porque el péndulo podía levantar cualquier cosa en el aire pero no podía levantarse a sí mismo. El jueves volvió a aparecer en el taller con un doloroso aspecto de tierra arrasada. «¡La máquina del tiempo se ha descompuesto -casi sollozó- y Úrsula y Amaranta tan lejos!» Aureliano lo reprendió coma a un niño y él adaptó un aire sumiso. Pasó seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar una diferencia con el aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en ellas algún cambio que revelara el transcurso del tiempo. Estuvo toda la noche en la cama con los ojos abiertos, llamando a Prudencio Aguilar, a Melquíades, a todos los muertos, para que fueran a compartir su desazón. Pero nadie acudió. El viernes, antes de que se levantara nadie, volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes. Entonces agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su fuerza descomunal destrozó hasta convertirlos en polvo los aparatos de alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el taller de orfebrería, gritando como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero completamente incomprensible. Se disponía a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para tumbaría, catorce para amarraría, veinte para arrastrarlo hasta el castaño del patio, donde la dejaron atado, ladrando en lengua extraña y echando espumarajos verdes por la baca. Cuando llegaron Úrsula y Amaranta todavía estaba atado de pies y manos al tronco del castaño, empapada de lluvia y en un estado de inocencia total. Le hablaran, y él las miró sin reconocerlas y les dijo alga incomprensible. Úrsula le soltó las muñecas y los tobillos, ulceradas por la presión de las sagas, y lo dejó amarrado solamente por la cintura. Más tarde le construyeron un cobertizo de palma para protegerlo del sol y la lluvia.