Revista Diario

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

Publicado el 29 junio 2023 por Elcopoylarueca

EL GÉNERO POLICÍACO

«… el crimen es una cosa seria; describirlo en todo su horror puede ser, si se logra, un arte».

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

Debolsillo.

El apasionante mundo de las conjeturas, el universo del género policíaco, es el objeto de Oficio de aclarar enigmas, breve ensayo del poeta y periodista cubano, integrante de la Generación del 50, Manuel Díaz Martínez (1936-2023).

Oficio de aclarar enigmas se publicó en la sección cultural del periódico La Provincia el 8 de junio de 1995. Hoy lo transcribo para que nuevos lectores tengan la oportunidad de disfrutar de un texto que ofrece, de manera amena y hasta poética en ocasiones, mucha información sobre una de las corrientes literarias que más fans colecciona y que más ataques recibe, pues la calidad narrativa no pocas veces se ve cercada por ejércitos de títulos que responden a las urgencias comerciales.

Manuel Díaz Martínez resalta esta cuestión que divide la novela policíaca en dos: la analítica, que entretiene y nos hace pensar —aviva la deducción— y el producto facilón que se queda en lo superficial. Los crímenes de la calle Morgue, de Poe, La llave de cristal, de Hammett y El sueño eterno, de Chandler son las tres novelas en las que el poeta sustenta su defensa al género de misterio, defensa que resalta cómo la buena literatura nos acerca a la sociedad en la que fue creada.

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

Siruela Ediciones.

Llega el verano, con sus días soleados y sus helados y horchatas. Llega el verano, la época del año en la que crece la demanda de lectura ligera. Y qué mejor que una buena historia con final sorprendente, acción, intriga, pistas falsas, tramas enredadas, tempo propio y detectives como Auguste Dupin, que es «capaz de reconstruir un crimen a partir de una colilla de cigarro».

Amigos, retemos al estío con obras detectivescas donde armonicen la lógica y el divertimento. Y ahora los dejo con Oficio de aclarar enigmas.

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

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El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

Debolsillo.

OFICIO DE ACLARAR ENIGMAS

No debe extrañarnos que en un libro al cual se le concedió en Francia el Gran Premio de la Crítica hace algunos años, John Brown calificara de sub-literatura a la novela policíaca. Esto no es un criterio, sino un hábito. Frecuentemente se dice: —Voy a vaciarme el cerebro leyendo una novela de policías y ladrones. Hasta el propio Conan Doyle sentía poca estimación por el género a cuyo auge contribuyó de manera decisiva con su Sherlock Holmes (su ideal como escritor era la novela histórica).

Tan peyorativo concepto contrasta con la devoción de otros escritores. Es conocido el entusiasmo detectivesco de Jorge Luis Borges y su inseparable Bioy Casares, quienes, bajo el emblema editorial de El Séptimo Círculo, publicaron una buena cantidad de clásicos policíacos. Tengo entendido que Julio Cortázar también era adicto. Jean Cocteau, en diciembre de 1955, encontraba en las novelas policíacas «una fuerza y un estilo interno (un conocimiento del corazón humano) que superan con mucho las producciones de nuestros novelistas», y declaró: «Se pregunta a menudo la gente si hay entre ellas obras maestras desconocidas. Desde que me intereso por estos autores, puedo responder afirmativamente».

Cocteau termina muy a lo Cocteau su alegato en favor del género: «Las novelas policíacas tienen en contra suya la curiosidad que despiertan, la imposibilidad de abandonarlas una vez comenzadas, lo que hace que las ‘minorías pensantes’ (por calificarlas de alguna manera), que siguen aferradas al extraño esnobismo del aburrimiento, que confunden con la seriedad, se disculpen en público de leer lo que a escondidas les gusta».

En su pequeña historia de la novela policíaca, Fereydoun Hoveyda se da gusto demostrando su conocimiento del género y su afición a él. El más visible paladín cubano del policíaco es el ya fallecido escritor y poeta Oscar Hurtado, a quien se debe la creación de la serie El Dragón, suerte de Séptimo Círculo criollo, bajo cuya divisa aparecieron obras de James Cain, Conan Doyle, Herald F. Heard, Raymond Posgate, Van Dine y Ramond Clandlier. Además, me consta que el fallecido poeta Eliseo Diego no habría rechazado una invitación a ser miembro del Detection Club.

La mala fama que pesa sobre la novela policíaca no es gratuita. Legiones de grafomaníacos anhelantes de nombre y de dinero, en contubernio con editores inescrupulosos y pacotilleros, han inundado los estanquillos de las ciudades con su fraudulenta mercancía: libros de formato pequeño que se acomodan sin esfuerzo en el bolsillo del impermeable o en la carterita de la dama que sale de viaje, con portadas truculentas en las que la inevitable rubia sexy yace con un puñal clavado entre los espléndidos senos y donde chillan el rojo y el amarillo como si los estuvieran torturando; libritos repletos de mayordomos, amantes, dementes, chinos e inspectores de utilería, ingredientes de historietas que son la negación de la inteligencia, de la imaginación y del misterio, es decir, de la literatura.

Esa avalancha de bobería ha producido el doble efecto de depravar el gusto de un considerable número de lectores —potencialmente perdidos para otra cosa que no sean las «emociones fuertes»—, y de desprestigiar el género, al extremo de que son mayoría quienes ni siquiera se toman el trabajo de pensar que, así como hay una mala poesía y una buena poesía, una crítica tonta y otra aguda, puede haber, como de hecho hay, entre tanta bazofia detectivesca, brillantes excepciones, libros que son incuestionablemente obras maestras de la prosa de ficción. Para mí, por ejemplo, La llave de cristal, de Hammett, es tan inseparable de la mejor literatura norteamericana como el Gran Gatsby, de Fitzgerald.

La novela policíaca ha tenido peor suerte que un inspector de Scotland Yard cuando se mezcla en el caso el detective Anthony Gillingham (El misterio de la casa roja). Dos de sus elementos esenciales —la acción y el misterio— han sido, paradójicamente, sus puntos débiles: gracias a ellos ha medrado el comercio negro que tanto la ha estragado. Es demasiado atractiva —seduce, emociona, intriga, aterra— para que el ambicioso de plata no la convirtiera en negocio. Hay, si se viene a ver, más novelas «serias» malas que novelas policíacas malas y, sin embargo, las novelas «serias» no tienen que pedir perdón por existir y lo frecuente es que las que los ameriten reciban elogios.

El CRIMEN

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

Mestas Ediciones.

Que Edgar Allan Poe fue el padre del relato policíaco, era cosa generalmente aceptada hasta hace pocos años, mientras permanecieron olvidadas las aventuras del Juez Ti, descubiertas por el sinólogo holandés Van Gulik, en un manuscrito chino que data de principios del siglo XVIII. Quienes han leído el Ti Goong An (tres casos criminales resueltos por el Juez Ti), entre los que está el ya citado Hoveyda, aceptan que los métodos empleados por este remoto sabueso chino (que vivió durante el reinado de la dinastía Tang, hacia el siglo VII) lo hacen merecedor del título de pionero que se le había otorgado a Poe.

Sea legítima o no la paternidad que se le ha adjudicado al Juez Ti, Poe sigue siendo una figura clave en la historia del relato detectivesco. Entre el Juez Ti y Poe median once siglos, a lo largo de los cuales hallamos, tanto en la literatura oriental como en la occidental, historias y personajes que prefiguran el género policíaco. También la novela gótica (Los pensamientos nocturnos, de Young; El Castillo de Otranto, de Walpole; El doctor Frankenstein, de Mary Shelley, etc.) aporta elementos —situaciones y conflictos— que han aprovechado los autores de los policíacos.

Pero hasta Poe no aparece en escena el detective científico, el analista implacable que es capaz de reconstruir un crimen a partir de una colilla de cigarro. Este sabueso, frío, preciso y pedante como un cálculo matemático, es Augusto Dupin, molde del cual saldrán, con variantes más o menos superficiales, Sherlock Holmes, Lecocq, Philo Vance y, más recientemente, el detective privado Marlowe, de Chandler, por citar algunos. Es Poe, con su Aguste Dupin (Los crímenes de la calle Morgue, El misterio de Mary Roget y La carta robada) quien inaugura la escuela científica o analítica de la literatura policíaca.

Todo parecía indicar que el método analítico era el canon insuperable, la medida áurea de la literatura de detection; se pensó que esta sólo tenía sentido y valor en la medida en que demostrara virtuosismo en el oficio de aclarar enigmas.

No interesaba más que la incógnita y su solución. Por esa vía, la novela policíaca devino un mundo aparte, un gabinete cerrado donde había un cadáver y un investigador caviloso de ojos escrutadores. El mundo exterior quedaba fuera de foco en virtud de una concepción puramente lúdica del crimen. Esas novelas parecen hechas para que un veraneante aburrido pueda alternar el ajedrez con la lectura de un policíaco sin que por ello cambie sustancialmente de actividad.

Las mejores novelas de este estilo merecen el calificativo de pasatiempos inteligentes. En ellas, lo que cuenta es el enredo de la trama, la intensidad del misterio y lo sorprendente del desenlace, y los personajes son piezas que se mueven y chocan como las bolas de billar. El autor es el único personaje legítimo en esta clase de narraciones. A pesar del mito Sherlock Holmes, el que decía «elemental, querido Watson» era Conan Doyle.

La literatura, incluyendo la de género policíaco, pretende ser o es sin proponérselo, entre otras cosas, una confrontación del hombre con la sociedad; su función más general consiste en iluminar las relaciones entre la verdad colectiva y la verdad individual y la de precisar los mecanismos de esas relaciones. He ahí la causa por la cual el gabinete cerrado, el cadáver del científico y el inspector de la Sureté, a pesar de constituir, en la novela policíaca al uso, una unidad sellada, plantean problemas y revelan una serie de detalles a partir de los cuales, con mayor o menor esfuerzo según el caso, un estudioso atento puede trazar coordenadas que lo sitúen en una época y en un tipo de sociedad determinados.

El estructuralista René Ballet llegó a plantearse este problema: «Si la novela policíaca encuentra tal audiencia, ¿no será porque sus estructuras corresponden a las estructuras sociales? ¿No será un modelo —una representación simplificada, pero no arbitraria— de las relaciones sociales?».

Una respuesta afirmativa a estas interrogantes no sería insensata, sobre todo si tomamos en consideración que es en la sociedad capitalista donde el policíaco tiene esa fantástica audiencia a que se refiere Ballet: el crimen común es un tema que atrae con fuerza singular en esta sociedad, en la cual existen todas las condiciones para que usted mismo, ahora mismo, pueda ser la víctima o el victimario. Es un secreto a voces que el hombre se interesa más por aquello que lo toca de cerca.

LA LLAVE DE Mr. HAMMETT

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

Alianza Editorial.

A propósito de La llave de cristal, de Dashiell Hammett, Luis Cernuda recordó estas palabras de Cervantes, pertenecientes al prólogo de las novelas ejemplares: «Que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios por calificados que sean: horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse». Son palabras que pueden recordarse a propósito de cualquier novela que valga la pena, porque la literatura, aborde el tema que aborde, es recreación para el espíritu o no es literatura.

Con Hammett, el policíaco sigue siendo un género ideal para recrearse, pero abandona su carácter de simple entretenimiento. Hammett es un innovador; es el que por fin se inquieta seriamente por el cadáver que está en el gabinete cerrado, comprende que el asesinato de un hombre es un problema social y que el detective que investiga el caso no sólo tiene que vérselas con el misterio, sino también con la realidad visible.

Especialmente en La llave de cristal, Hammett consigue que la novela policíaca deje de ser un pasatiempo: somete el tema policíaco a las exigencias de la novela, o mejor dicho, a las exigencias a que la realidad social e histórica somete a la novela. Para él, el criminal no es un deportista, el cadáver de la sirvienta degollada no es una entelequia, y el detective no es una máquina de despejar incógnitas y bien podría no ser, como en el caso de su personaje Ned Beaumont, un detective, sino simplemente un hombre preocupado por el destino y los sentimientos de su amigo.

«Hammett —escribió Raymond Chandler— llevó de nuevo el crimen al tipo de gente que lo comete por algún motivo y no sólo para que aparezca el cadáver, y con los medios que tenían a la mano, no con pistolas de duelo repujadas, curare o peces tropicales». Al desmitificar el crimen y situarlo en el contexto social que lo origina, Hammett se convierte en un autor profundamente crítico y, por lo tanto, polémico. Desde este concepto podemos identificar a la literatura policíaca como una faceta de la literatura social o de denuncia.

¿Quién podría negarle a La llave de cristal su carácter acusatorio, la eficacia de su ataque contra la corrupción de la política norteamericana de su momento? ¿Quién no descubre en esa novela la estrecha relación existente entre el hampa neoyorquina y los rejuegos políticos de líderes como el senador Henry? Si una novela tuviese fuerza suficiente para hacer temblar un país, La llave de cristal por lo menos habría roto las lunas de la Casa Blanca.

En El sueño eterno, de Raymond Chandler, a quien se le considera epígono de Hammett, no será nada difícil encontrar la misma voluntad de denuncia que hallamos en La llave de cristal, sobre todo si nos fijamos en lo que el detective Marlowe le dice al fiscal de la ciudad de Los Ángeles: «Los policías se ponen muy dignos y solemnes cuando un extraño trata de ocultar algo, pero ellos lo hacen cada momento para complacer a sus amigos o a cualquiera con un poco de influencia»; o si leemos la siguiente confesión del jefe de la Oficina de Personas Desaparecidas de aquella misma ciudad:

«Soy un poli… nada más que un simple poli. Razonablemente honrado. Tan honrado como se puede esperar de un hombre que vive en un mundo donde se está pasado de moda. Siendo un policía me agrada contemplar el triunfo de la ley. Me gustaría ver a todos los canallas bien vestidos, como Eddie Mars, estropeándose sus cuidadas manos en las canteras de Folsom, junto a los pobres tipos de los barrios bajos a quienes se les pesca en la primera travesura y no vuelven a tener ninguna oportunidad desde ese momento. Esto es lo que me gustaría. Usted y yo hemos vivido demasiado para creer que sea probable que esto ocurra. Ni en esta ciudad, ni en ninguna otra de la mitad del tamaño de esta. No gobernamos nuestro país de ese modo». En pocas de las novelas llamadas ‘serias’ encontramos un lenguaje tan descarnado que exprese una denuncia tan dramática contra un sistema.

En un suculento ensayo publicado en 1944 (El sencillo arte de matar) Chandler dijo: «En todo lo que puede llamarse arte hay un elemento de redención». Esta es la idea que inspira a los escritores que han hecho algo para salvar la novela policíaca de la rutina comercial que la ha podrido: el crimen es una cosa seria; describirlo en todo su horror puede ser, si se logra, un arte; y descubrir y denunciar los factores sociales que lo provocan y los medios corrompidos que lo amparan es un acto que contribuye a la redención.

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

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