El grano de café

Justo cuando pasaba la bayeta por la encimera de la cocina, un grano de café, díscolo y viajero, apareció tras haberse colado bajo el microondas. Debió meterse ahí cuando la mujer molió café la última vez, y se había fugado para evitar convertirse en esos posos que se vierten en el fregadero tras poner la acostumbrada cafetera matutina.
Cogió el grano y lo miró durante unos instantes, abordada por la duda casi metafísica de si tirarlo al cubo de basura o al fregadero. Al haberlo atrapado con la bayeta, la opción de devolverlo a la bolsa de café era inviable. Además, emplearía más tiempo que con las otras dos posibilidades.Finalmente, se decidió por el cubo de basura.
Al arrojarlo a él, el grano explorador finalizó su aventura. En breve sería molido por la maquinaria del camión de la basura. Ni siquiera acabaría siendo desatascador de cañerías. Su efímero viaje había consistido en la negrura de la encimera bajo el microondas, a la espera de esa bayeta húmeda que lo transportaría a una dolorosa y cruda realidad: un grano de café tiene solo como destino digno final ser molido y convertido en momento feliz junto con una pasta, una galleta o, quizás, una madalena. Aquel que nace aventurero, ni siquiera acaba como desatascador.
La mujer tiró el grano a la basura y pensó luego en su propia existencia. Un día saltó de la bolsa de café, exploró bajo el microondas del mundo y fue recogida por una bayeta húmeda.
Se preguntó qué había sido de su cubo de basura y de su camión triturador. Aún estaba ahí, en la bayeta.
Días más tarde, metió en una maleta varias prendas y enseres y abandonó la casa. Ni siquiera dejó una nota. Simplemente, hastiada, volvió a colarse bajo el mundo-microondas.
Ella siempre se había visto como grano de café y no como persona, y aquello no volvería a suceder jamás.