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“El grito del muerto” de H.P.Lovecraft

Publicado el 21 octubre 2011 por Fesb2011 @visitantemalign

“El grito del muerto” de H.P.Lovecraft
"El grito del muerto" de H.P. Lovecraft.
Elgrito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia eldoctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida encomún. Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror, yaque, evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yoestaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectóen esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue elmuerto lo que me asustó. HerbertWest, de quien era yo compañero y ayudante, poseía intereses científicos muyalejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Esa era la razón por laque, al establecer su consulta en Bolton, había elegido una casa próxima alcementerio. Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés absorbente deWest consistía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de suculminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una soluciónestimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estarconstantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la másmínima descomposición daña la estructura del cerebro; y humanos, y descubrimosque el preparado necesitaba una composición específica, según los diferentestipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para tratarlos, peroeste camino no nos llevó a ninguna parte. West nunca había conseguidoplenamente su objetivo porque nunca había podido disponer de un cadáversuficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muypoco antes; cuerpos con todas las células intactas, capaces de recibirnuevamente el impulso hacia esa forma de movimiento llamado vida. Habíaesperanzas de volver perpetua esta segunda vida artificial mediante repetidasinyecciones; pero habíamos averiguado que una vida natural ordinaria norespondía a la acción. Para infundir movimiento artificial, debía quedarextinguida la vida nocturna: los ejemplares debían ser muy frescos, pero estarauténticamente muertos. Habíamosempezado West y yo la pavorosa investigación siendo estudiantes de la Facultadde Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamente convencidosdesde un principio del carácter absolutamente mecanicista de la vida. Eso fuesiete años antes; sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: erabajo, rubio de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces había algúndestello en sus fríos ojos azules que delataba el duro y creciente fanatismo desu carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experienciashabían sido a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimacióndefectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en unmovimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas modificaciones de lasolución vital. Uno delos ejemplares había proferido un alarido escalofriante; otro, se habíalevantado, violentamente, nos había derribado dejándonos inconscientes, y habíahuido enloquecido, antes de que lograran cogerle y encerrarlo tras los barrotesdel manicomio; y un tercero, una monstruosidad nauseabunda y africana, habíasurgido de su poco profunda sepultura y había cometido una atrocidad... Westhabía tenido que matarlo a tiros. No podíamos conseguir cadáveres lo bastantefrescos como para que manifestasen algún vestigio de inteligencia al serreanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores indecibles. Erainquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos, aun vivían...tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que finalmenteWest desapareció en circunstancias espantosas. Peroen la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa deBolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguirejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de formaque casi me parecía que miraba con codicia el físico de cualquier persona vivay saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte en loque a ejemplares se refiere. Yo me había ido a Illinois a hacerles una largavisita a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singulareuforia. Me dijo excitado que casi con toda probabilidad había resuelto elproblema de la frescura de los cadáveres abordándolo desde un ánguloenteramente distinto: el de la preservación artificial. Yo sabía que trabajabaen un preparado nuevo sumamente original, así que no me sorprendió que hubieradado resultado; pero hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo un pocoperplejo sobre cómo podía ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya queel enojoso deterioro de los ejemplares se debía ante todo al tiempotranscurrido hasta que caían en nuestras manos. Estolo había visto claramente West, según me daba cuenta ahora, al crear uncompuesto embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el destino leproporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurridoaños antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo. Por último,el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión conseguimostener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no habíatenido posibilidad de empezar aun. West no se atrevía a predecir qué sucederíaen el momento de la reanimación, ni si podíamos esperar una revivificación dela mente y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestros estudios, porlo que había conservado este nuevo cuerpo hasta mi regreso, a fin de quecompartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada. Westme contó cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre vigoroso; unextranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se dirigía a lasFábricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. Había dado un largo paseopor el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino de lasfábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial, ycayo súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el cadáver lepareció a West como llovido del cielo. En su breve conversación, el forasterole había explicado que no conocía a nadie en Bolton; y tras registrarle losbolsillos después, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St.Louis, al parecer sin familia que pudiera hacer averiguaciones sobre sudesaparición. Si no conseguía devolverlo a la vida, nadie se enteraría denuestro experimento. Solíamos enterrar los despojos en una espesa franja debosque que había entre nuestra casa y el cementerio de enterramientos anónimos.En cambio, si teníamos éxito, nuestra fama quedaría brillante y perpetuamenteestablecida. De modo que West había inyectado sin demora, en la muñeca delcadáver, el preparado que le mantendría fresco hasta mi llegada. La posibledebilidad del corazón, que a mi juicio haría peligrar el éxito de nuestroexperimento, no parecía preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir al finlo que no había logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón ydevolverle la vida, quizá, a una criatura normal. De modo que la noche del 18de julio de 1910; Herbert West y yo nos encontrábamos en el laboratorio delsótano, contemplando la figura blanca e inmóvil bajo la luz cegadora de lalámpara. El compuesto embalsamador había dado un resultado extraordinariamentepositivo; pues al comprobar fascinado el cuerpo robusto que llevaba dos semanassin que sobreviniese la rigidez, pedí a West que me diese garantías de queestaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recordándome que jamásadministrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas minuciosaspara comprobar que no había vida; ya que en caso de subsistir el menor vestigiode vitalidad original no tendría ningún efecto. CuandoWest se puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante laenorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar eltrabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera elcuerpo, inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde habíapinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta,dijo, neutralizaría el compuesto y liberaría los sistemas sumiéndolos en unarelajación normal, de forma que la solución reanimadora pudiese actuarlibremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un cambio, y unleve temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre la caraespasmódica una especie de almohada, la apretó violentamente y no la retiróhasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para nuestrointento de reanimación. Él, pálido y entusiasta se dedicó ahora a efectuar unascuantas pruebas finales y someras para comprobar la absoluta carencia de vida, seapartó satisfecho y, finalmente inyectó en el brazo izquierdo una dosismeticulosamente medida del elixir vital, preparado durante la tarde con másminuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos universitarios, en que nuestrashazañas eran nuevas e inseguras. No me es posible describir la tremenda eintensa incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer ejemplarauténticamente fresco: el primero del que podíamos esperar razonablemente queabriese los labios y nos contase quizá, con voz inteligente, lo que había vistoal otro lado del insondable abismo. Westera materialista, no creía en el alma, y atribuía toda función de la concienciaa fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobreespantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la barrera de la muerte.Yo no disentía completamente de su teoría, aunque conservaba vagos einstintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de modo que nopodía dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible expectación.Además... no podía borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano queoímos la noche en que intentamos nuestro primer experimento en la deshabitadagranja de Arkham. Habíatranscurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a ser unfracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habíanadquirido un levísimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente,curiosamente amplia y arenosa. West, que tenía la mano puesta en el pulso de lamuñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente; y casi demanera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca delcadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos; y acontinuación una respiración audible y un movimiento visible del pecho. Observelos párpados cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron ymostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía sin inteligencia,ni siquiera curiosidad. Movido por una fantástica ocurrencia, susurre unaspreguntas en la oreja cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundoscuyo recuerdo aun podía estar presente. Era el terror lo que las extraía de mimente; pero creo que la última que repetí, fue: "¿Dónde has estado?".Aún no sé si me contestó o no, ya que no brotó ningún sonido de su bien formadaboca; lo que sí recuerdo es que en aquel instante creí firmemente que loslabios delgados se movieron ligeramente, formando sílabas que yo habríavocalizado como "sólo ahora", si la frase hubiese tenido sentido orelación con lo que le preguntaba. Enaquel instante me sentí lleno de alegría, convencido de que habíamos alcanzadoel gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado había pronunciadopalabras movido claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya nocupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de que la solución habíacumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria, devolviéndoleal muerto una vida racional y articulada... Pero con ese triunfo me invadió elmás grande de los terrores... no a causa del ser que había hablado, sino por laacción que había presenciado, y por el hombre a quien me unían las vicisitudesprofesionales. Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente deforma aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena enla tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, desúbito, se desplomó en una segunda y definitiva disolución, de la que ya nopudo volver, profiriendo un grito que resonara eternamente en mi cerebroatormentado: ¡Auxilio!¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... aparta esa condenada aguja!

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