«Salió corriendo, compró su ticket y subió al tiovivo justo a tiempo. Luego dio la vuelta otra vez a toda la plataforma hasta que llegó a su caballo. Se subió a él, me saludó con la mano y yo le devolví el saludo. ¡De pronto empezó a llover a cántaros! Un diluvio, se lo juro. Todos los padres y madres se refugiaron bajo el alero del tiovivo para no calarse hasta los huesos, pero yo aún me quedé sentado en el banco un buen rato. Me empapé bien, sobre todo el cuello y los pantalones. No me importó. De pronto me sentía feliz viendo a Phoebe girar y girar. Si quieren que les diga la verdad, me sentí tan contento que estuve a punto de gritar. No sé por qué. Sólo porque estaba tan guapa con su abrigo azul dando vueltas y vueltas sin parar. ¡Cuánto me habría gustado que la hubieran visto así!»
Intentaba imaginar a alguien como Phoebe desde la primera vez que leí este impagable final, y no lo conseguía. Pero con el tiempo yo he llegado a ser Holden, y a tener ganas de gritar delante del tiovivo.
«Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los sujeto. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer».
Como ocurre en estos casos, el escritor desaparece, pero el guardián seguirá, permanecerá vigilante, mientras haya personas que lean y tengan memoria.
Los párrafos en cursiva pertenecen, como habrán adivinado, a El guardián entre el centeno, de quien acaba de irse con la mayoría. Traducción de Carmen Criado, en la edición de Alianza del 78; una traducción anticuada que adoro como buen anticuado esclavo de sus recuerdos.
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Etiquetas J. D. Salinger