Ayer alguien me preguntó si estaba comiendo mucho. Le dije que comía suficiente, pero que podría comer más. Una vez que pasaron los primeros meses del embarazo, en los que debía comer exactamente lo que la bebé me dejaba y ni un bocadito extra, se me abrió el apetito; pero eso no es notable: lo que llama la atención es el modo en que mi hambre se ha vuelto animal.
Creo que me pasa un poco como a Pedro, el de Pedro y el lobo, porque siempre he sido infantil con mi hambre. Hace muchos años, cuando llegaba de la escuela, apenas mascullaba un saludo y me desplomaba sobre una silla: hasta que llevaba comida a mi boca, podía platicar, sonreír, y volver a ser persona. Mi hambre siempre ha sido de "ahora mismo-ya-en este momento". Si voy a salir a comer con alguien o a alguna reunión, como algo antes para no ver a todo el mundo con cara de pechuga de pollo.
Pero ahora el hambre es mucho más poderosa. Casi terrible. Puedo tener un buen almuerzo: cantidad suficiente de jugo, infusión, fruta, y platillo con tres grupos alimenticios. Como alguna fruta, verdura o pan a mediodía; pero si no como a tiempo, a la hora de comer, es como si no hubiera comido nada en dos días. Si pasa un rato, la cabeza se me empieza a poner pesada, le siguen los brazos y las piernas, la niña se enoja, y por supuesto, no puedo pensar más que en comida.
Silvia Parque