Era sabido en el barrio que cinco golpes a la puerta significaban una sola cosa: el Hediondo venía a buscarte. No se trataba de una leyenda para niños, sino de grandes. Incluso se evitaba hablar delante de los pequeños del tema. El Hediondo era real, no un cuento de medianoche.
Cuando alguien faltaba en el barrio, no se hacían muchas preguntas. Si algún familiar lejano quería saber, se lo remitía a la policía. Pero las fuerzas de seguridad también ocultaban la verdad. Era mejor así. Dejar todo en la oscuridad, en la penumbra del desconocimiento.
Aquella noche, mi corazón se paralizó al escuchar los cinco golpes en mi puerta. Un frío recorrió todo el cuerpo. No sabía que seguiría a continuación. Nadie lo sabía. No escuché que la puerta se abriera ni que las ventanas hicieran sonar sus bisagras. Solo los cinco golpes, uno detrás de otro, con la claridad de los sonidos en verano.
Me aferré al sillón con fuerza. Si el Hediondo se aparecía, tendría que lidiar con mi esfuerzo para permanecer en la tierra de los vivos. Pero el Hediondo no apareció. Lo esperé por horas, sin moverme del lugar. Temía que al menor movimiento, el monstruo aparecería y me llevaría consigo. Solo cuando noté que afuera los primeros rayos de sol se arrojaban con mansa modestia sobre la faz de la humanidad, me levanté del sillón y corrí hacia la pieza.
Me desperté cerca del mediodía, en medio de un sueño atormentado por el miedo. Salí a la calle decidido a contar lo ocurrido, esperando que alguien me creyera, que no me tomara como un mentiroso: ¡el Hediondo había venido a buscarme pero no había podido llevarme!.
Caminé dos cuadras, en dirección al mercado. No me crucé con nadie en el trayecto. Me moría de ganas de contar mi historia. Aún podía escuchar el eco de aquellos cinco golpes. Abrí la puerta del mercado, pero me detuve allí mismo, bajo la entrada principal. Adentro no había nadie. Salí otra vez a la calle y fui notando, con cierto espanto, que no había alma alguna en las calles.
Comencé a golpear puerta por puerta, a gritar a viva voz los nombres conocidos, a espiar en vano por las ventanas. Nadie. Todos habían desaparecido en el barrio. Todos.
Esa misma tarde me mudé y ya nunca volví. Duermo sentado en el sillón, el mismo de aquella noche. Y lo aferro con fuerza, con mucha fuerza. Tarde o temprano, escucharé los golpes por última vez.