Eduardo Úrculo, Homenaje a Mark Rothko, 1993. Acrílico sobre lienzo. 162 x 140 cm. Colección particular.
Tal vez el otoño se hubiera dado por vencido, piensa, mientras se mira al espejo e intenta hundir su mirada en el fondo de sus pupilas. ¿Acaso no había allí un brillo parecido al de una estrella de una galaxia cercana? Hoy apenas si hay una extraña película opaca que recubre sus ojos.
Suena una melodía estridente que anuncia el comienzo del día. El correo trae pocas noticias y todas a punto de vencer. En la calle los semáforos lo detienen y el observa al malabarista de la esquina de la plaza sostener su sonrisa con la misma dignidad que sostiene a los palos. Mientras el gato chino dorado y estático lo saluda desde la vidriera de una dietética, el lleva ese libro que está a punto de empezar a una mesa circular y pequeña de la confitería céntrica.
El, que se mira por las mañanas como si fuera otra persona, lanzando una o mil plegarias al cielo de ese otro, al que viste y conduce a esa mesa puntualmente todas las mañanas, une su destino a las vivencias del prójimo y se pierde en éstas, y sus mil y un laberintos.
Deja pasar las hojas y las fracciones de minutos sin leer, anotando mentalmente miles de detalles de la vida circundante. Esos otros inconscientemente dejan apoyar esa mirada cargada de laxitud, cual caricia, convirtiéndose en objetos puros de observación concentrada al máximo. Elixires de historias que jamás de los jamases serán escritas, por falta de tiempo metódico, disciplina, y cualidades existenciales que delimiten un supuesto talento. Esos países lejanos que, ubicados a metros de su existencia, están invadidos de roces y gestos que el intenta cazar mientras hunde sus anteojos sobre el puente de su nariz para ver mejor. Es un cazador nato, un tierno y discreto voyeur, un hipermétrope cuya visión se expande con la distancia.
Se deleita con la pareja que sutilmente se rechaza, mientras ella lo ignora, su marido tal vez, permanece inmerso en las noticias impresas sobre el pueblo y sus periferias. El mozo, anoticiado ya con el pedido de la fémina, deja caer una sonrisa expuesta sobre la vereda, justo al lado del balde de agua del limpiador y comandante de las vidrieras de los comercios de la calle central. Algunas mujeres dispersas, provistas con ropas de moda y botas de cuero, circulan entre las mesas de afuera, simulando no ser vistas, mientras que algún hombre desatiende su café para atender a su deseo, mientras clava su vista en las partes centrales de su presa.
El hipermétrope entiende de deseo, de amor, de desamor, de esperas, de gestos, intuye murmullos imperceptibles para cualquier otro humano, colecciona pasos, palabras descolgadas, gestos desapercibidos, lee otros labios y sabe de miradas perdidas y sueños extraviados. El vive y respira sólo a través de la vida que sucede en largas distancias.