El hogar del jubilado fue un nuevo concepto para los ancianos de aquellos años. Lo puso la caja de ahorros de una ciudad de grandes toreros y mejores bandoleros. Tenía mucha parroquia por entonces, mediados de los años setenta del siglo pasado, en el gremio de la agricultura y el monte de piedad puso un casino para los abuelos, como obra social. Se instaló cerca de la plaza del mercado.
—Donde esté Bienvenida, que se quiten cincuenta Cordobeses y ochenta Palomos Linares.
—Pues que se quiten.
En la plaza del mercado, en un pequeño cuarto, había una tienda en la que vendían navajas, cuchillos, tijeras de podar, herramientas con filo para el campo y sombreros de paja. En las jambas de la puerta estaba puesta una muestra del género en venta, no muy colocado ni pulcro. También en la puerta, tapando los cristales. El negocio lo regentaba un hombre inmenso. También afilaba; detrás del mostrador tenía el esmeril. Contaban que en sus años mozos fue capador y hacía sonar el chiflo por la calle. Llevaba siempre gorra, de las que llevan los madrileños en las verbenas y los areneros de los toros.
Se cubría, siempre, los ojos con unas gafas negras, como las de Ray Charles o la Niña de la Puebla (En los campos de mi Andalucía, etcétera). Era soltero y de la CNT durante toda la dictadura. Tenía ese aire de misterio de las películas de espías, aunque el físico no le acompañase, hablaba susurrando, sus conmilitones pasaban a la tienda con sigilo y mirando antes a cada lado. Se murió solo, muchos años después de salir de la clandestinidad. Avisaron los vecinos por el olor. La justicia lo tuvo que sacar sobre una lona de las uvas y trasladarlo al depósito con un remolque y un tractor.
Al casino le pusieron una repostería, como entonces se decía, con los cafés a peseta y los refrescos y las cervezas a seis reales. No vendían alcohol. El camarero llevaba una americana blanca y una corbata con el nudo de pajarita, negro.
—Han matado al presidente del Gobierno.
—¿Presidente? ¿Qué presidente? ¿Eso de los presidentes no era de la república?
Los parroquianos iban casi todos con boina y blusón. El diámetro de la montera era directamenteproporcional al de cuartos. O a lo mejor no, pero queda bonito y uno no ha podido resistir la tentación de empotrar la frase. De vez en cuando me llevaba mi abuelo, me invitaba a una Fanta y sólo una, a una peseta con cincuenta céntimos y nos pasábamos a la escueta biblioteca. Para leer la prensa había que madrugar. Mi abuelo siempre fue un ávido lector de periódicos, leía moviendo la boca como si hablase, en las comisuras de los labios se le acumulaba la saliva. Tenía especial predilección por El Caso, un semanario de crímenes en formato tabloide que tenía los titulares en tipografía roja como la sangre de las víctimas que llenaban sus hojas.
Cuando los periódicos estaban ocupados echaba mano de una enciclopedia y leía con fruición y aplicadamente los artículos como preparación de las futuras discusiones. Si vis pacem para bellum. Mi abuelo era un terco enconado y recalcitrante, capaz de discutir con quien fuese que eso que lucía a las doce del día sobre el cenit no era el Sol. Debido a sus antológicas grímpolas, al final de su vida tenía vetada la entrada a todos los casinos, hogares y círculos de la ciudad de Tomelloso.
Al hogar le pusieron un baño, como era menester. Aséptico, brillante, alicatado, blanco y pulcro. Al poco de inaugurar a un ancianito le dio un apretón y pasó a hacer uso de las instalaciones sanitarias ad hoc. El hombre buscaba el agujero del retrete y no lo encontraba por ningún sitio. La taza estaba precintada con esa cinta plástica que avisa de su limpieza. La cosa era ya inexorable y el hombre descargó en una hoja de periódico sobre el suelo.
—Oye Morales —le dijo al conserje a voz en grito y apretándose la correa mientras hablaba— manda a que limpien, que no he encontrado el agujero del retrete y como lo otro estaba sin estrenar, he basureado el suelo. —y remarcando por encima del choteo general— Encima del periódico, eso sí.