Lo asombroso era la constancia. Verlo todo el día parado en aquella esquina, sin importar si había sol, llovía a cántaros o si al mundo lo atravesaban ráfagas de viento de sesenta kilómetros por hora.
Su presencia era una postal en aquel punto de la ciudad. Aparecía bien temprano, con el sol comenzando a asomar por el este y permanecía hasta entrada la noche, cuando el firmamento era propiedad de las estrellas y la luna.
No ha faltado en todo este tiempo aquel buen vecino que quisiera acercarle una silla, pero como si aquella fuese un sacerdocio, el hombre agradecía y se negaba muy amablemente a aceptarla.
Cualquiera podía detenerse a conversar, no tenía inconveniente para ello. Era un hombre culto, aunque visiblemente perturbado. Si bien se lo veía sereno estando allí de pie y se lo percibía calmo a la hora de entablar una charla, su rutina no hablaba de una actitud o comportamiento normal.
La pregunta infaltable era la tendiente a descifrar las razones que lo movían a estarse parado en esa esquina. Y el hombre no la eludía. Decía que aquel punto del universo, en la unión de esas dos veredas, estaba el sentido de la vida y que su misión era poder comprenderlo.
- ¿Y por qué solo de día? - le preguntó más de uno alguna vez.
- Porque de noche duermo - respondió con toda lógica en cada oportunidad.
Nos preguntábamos siempre si la revelación del sentido de la vida le llegaría de repente o necesitaba ese minucioso estudio del ir y venir de las personas que realizaba a diario. De todas formas nos hacíamos esas preguntas en tono de broma.
Quién de nosotros no se ha parado a su lado algunos minutos, los suficientes como para observar desde el punto de vista del hombre. Sin embargo, más que la calle proyectándose hacia un lado y el otro, lo mismo que las veredas, los negocios y frentes de viviendas de siempre y el cambiante ir y venir de peatones, no vislumbrábamos nada que nos llamase la atención.
- ¿Y usted que ve? - se le preguntó una y mil veces.
- Lo mismo que usted - respondió ante cada ocasión, siempre con una sonrisa en la boca.
Cuando llovía uno esperaba que al menos abriese un paraguas o algo para protegerse, pero no, dejaba que el agua le cayera sobre su cuerpo sin demostrar la menor preocupación. Temíamos que se enfermera, dudábamos que tuviera obra social o cobertura médica. Sin embargo, siempre aparecía al día siguiente.
Eso si, comía puntualmente. Al mediodía extraía del bolsillo derecho de su saco (el uso de esta prenda era una de las principales características de este hombre, ya sea invierno o verano) un sánguche que devoraba con ganas pero sin prisa. Al atardecer, del bolsillo izquierdo, hacía aparecer una manzana o banana. A diferencia de lo que sucedía con la silla, si alguien le convidaba para comer, aceptaba. Salvo que fuesen chocolates, que según decía, le caían pesados.
- ¿Y, ya lo encontró? - solía preguntarle Bermúdez cada mañana, cuando llegaba para abrir el puesto de diarios.
- No estaría aún acá, mi amigo - le respondía sonriendo el hombre.
Severiano se llamaba, aunque nunca supimos el apellido. Al menos, nunca hasta antes de morir.
Pocos debemos imaginarnos dónde nos encontrará la parca en el momento último de nuestras vidas. Con este hombre era muy factible que sucediera ahí mismo, en la esquina que pasaba los días de su vida. Y así ocurrió. Pero no fue un ataque al corazón o una muerte súbita, ni mucho menos un ACV o una neumonía. Fue un colectivo de línea.
La mala fortuna, la desgracia, llámese como quiera. Un auto que cruza en rojo, el colectivero que intenta un volantazo para evitarlo y la esquina que se le viene encima. Y debajo del monstruoso vehículo, aplastado y con las piernas, costillas y brazos quebrados, terminó Severiano.
Una muerte que nos llegó de congoja a todos los vecinos que nos habíamos acostumbrados a tenerlo como parte del paisaje, del barrio, de la ciudad misma, porque... ¿quién no había oído hablar del loco de la esquina? Y ahora, de repente, ya no estaba. La esquina no era lo mismo sin su presencia. Parece extraño, pero es así.
Al recordarlo nos preguntamos todos si habrá valido la pena todo el esfuerzo por encontrar el sentido de la vida, porque al fin y al cabo lo suyo fue un apostolado que no le dejó vivir, al menos de la manera en la que lo demás entendemos esa palabra.
Y nos carcomen las dudas. ¿Entendemos bien esa palabra? ¿Vale la pena buscar el sentido? ¿Quedarse en una esquina esperando la revelación? Coincidimos en que no, en que Severiano estaba loco. Al menos, justificamos su muerte. Y al mismo tiempo, nos justificamos nosotros.
Quizá finalmente, creo a veces, el hombre encontró el sentido, irónicamente en el momento cúlmine de su existencia. Quizá el sentido de la vida no sea otro que esperar la muerte.
Y vaya que don Severiano la esperó.