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El hombre de Londres (A Londoni férfi) – Bela Tarr, 2007

Publicado el 17 julio 2009 por Babel

Es curioso lo que sucede con el cine de Bela Tarr. Su particular enfoque y la magnética mirada hacia el mundo que imprime a cada una de sus películas, a cada uno de sus personajes, son más conocidos en muchos círculos como fuente de inspiración de otros cineastas que por su propio trabajo. Carlos Reygadas, Andrei Zviaguintsev, Naomi Kawase o el mismo Gus Vant Sant en su trilogía son sin duda herederos de su modo de mover la cámara, de la hipnótica lentitud en la filmación de los movimientos de sus personajes, incluso de los larguísimos planos (muchos de ellos de singular belleza) con los que se recrean algunas o todas (según de quien hablemos) sus secuencias. Sin embargo, Tarr imprime un enfoque tan personal a su cine que resulta imposible no reconocerlo cuando se ve un plano de cualquiera de sus películas. Tal vez la diferencia reside en que esta particularísima óptica va más allá de determinadas formalidades con las que otros dotan a esos personajes (de los que casi siempre se entrevén las influencias externas) logrando crear para el cine su propio mundo. Un mundo que existe (porque pre-existe en  su creador) antes y después de cada película, más allá de los propios personajes que además se desenvuelven siempre con asombrosa naturalidad. Y tal vez resida aquí una de las claves de la  maestría, esa sutil diferencia, la línea divisoria entre el cine bien resuelto y la obra maestra que subsiste al paso del tiempo, las modas o la escasa difusión que en principio pueda encontrar, incluso, entre los pretendidamente amantes de un cine menos comercial o más artístico.

El cine de Bela Tarr es enormemente literario, un mundo en blanco y negro sobre el modo de mirar la ficción que el autor crea, con movimientos de cámara laterales y verticales casi constantes, donde los actores trabajan con luz y sonido natural grabado en distintos registros, en el que la música consiste en un puñado de tonos repetitivos durante todo el metraje, y al mismo tiempo todo este conjunto no se limita a ejercer de simples efectos que enfaticen la trama sino que forman parte de ella como un todo indistinguible. Da igual que para rodar “El hombre de Londres” haya prescindido de adaptar una obra de László Krasznahorkai (como en sus anteriores películas) para en esta ocasión llevar a la pantalla una novela negra del francés Georges Simeon. O que se haya rodado en Córcega, en lugar de hacerlo como siempre en Hungría, a la que el paisaje de su cine parece indisolublemente ligado. O que sus protagonistas sean esta vez un checo (Miroslav Krobot) y la actriz inglesa Tilda Swinton, decantando muchas secuencias hacia los personajes en sí mismos, hecho que la diferencia de sus anteriores producciones. Porque del mismo modo que cuando vemos distintas películas de Tarkovsky encontramos un lugar común para su modo de entender la naturaleza, el tiempo, el arte, la violencia, el amor e incluso la fe, con el húngaro sucede que, adapte para el cine o parta de un guión original, ruede en el lugar que ruede,  hable del tema que hable, sabemos que estamos en un sólo lugar: el mundo de Bela Tarr, donde despliega plácidamente sus elementos, nunca expuestos como símbolos, sino integrados en la puesta en escena, buscando transmitir sensaciones y recuerdos, procurando recuperar la capacidad de percibir el mundo real. La escena de apertura, todas las rodadas en el bar o el último enfrentamiento en la cabaña son claros ejemplos en los que el ritmo, la atmósfera, los diálogos, las pausas, las sensaciones que produce su claustrofóbico mundo son ingredientes importantes que logran una inusual belleza y su gran poder expresivo, dotado por otra parte de extraordinaria sencillez. Es probablemente ahí donde radica su maestría, la fuerza y la trampa en la que nos atrapa en cada una de sus películas.


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