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Jualá era muy amable y, para que los hombres probaran su rica comida, los invitaba a comer a su casa. Eso sí: que no hablaran demasiado, porque le molestaban los parlanchines, y que no se rieran, porque pensaba que se burlaban de él.
Un día, invitó a un grupo de muchachos. Uno de ellos, que se llamaba Taachí, era un chico especialmente risueño, de ésos que se ríen de cualquier pavada y uno nunca sabe qué es lo que les hace tanta gracia. ¡Y además tienen la risa contagiosa! Sus amigos le hicieron prometer que, pasara lo que pasara, no se iba a reír. Llegaron los muchachos a la casa de Jualá y se sentaron alrededor de una olla enorme. Allí, el Sol puso papas, zapallos, zanahorias, choclos, ancos y bastante agua, como para hacer una sopa.
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Cuando los muchachos vieron esto, casi casi no pudieron aguantar la risa. Y menos Taachí, que se mantuvo serio, a duras penas, porque los otros le tapaban la boca, le pegaban, lo pellizcaban y lo pateaban. ¡Colorado como un tomate, no podía comer, hacía fuerza y lloraba de las ganas de reírse! Pero se aguantó como un caballerito y todos terminaron de comer, en paz.
Cuando dieron la espalda al Sol, Taachí se acordó de Jualá y su viento de fuego y, entonces, largó la carcajada. Y después de él, todos los otros. Antes de que el Sol se enterara, salieron disparados, pero les costaba correr, por la risa, claro. Jualá los escuchó y, furioso, empezó a perseguirlos. Y mientras corría, lanzaba llamaradas para todos lados. Así se quemó el pasto, después las plantas, un árbol, diez, cien, miles de árboles. Todo el planeta fue fuego.
Los muchachos lograron refugiarse en una cueva y allí se quedaron bastante tiempo, hasta que la primera lluvia apagó el gran incendio. Llovió y llovió por muchos días. Entonces, empezaron a crecer las plantas. Taachí se animó a salir y, parado bajo un hermoso algarrobo, les quiso avisar a los demás que todo estaba como antes. Pero cuando extendió su brazo para señalar, vio que ya no tenía brazos; ahora tenía alas, cubiertas de plumas marrón rojizas, como encendidas por el calor del fuego. ¡Todo su cuerpo tenía plumas! Se había convertido en pájaro, en hornero. Cuando quiso hablar, decir "Miren qué lindo que está todo", no le salió la voz que antes tenía. Sólo pudo reír, con su risa aguda y alegre.
Así explican los wichís, por qué es como es el hornero y por qué canta como canta.
Yo me pregunto: ¿por qué hará el nido de barro, tan fuerte y tan seguro? A mí me parece que el hornero debe tener un poco de miedo: miedo de que el sol lo escuche cantar y se enoje otra vez.
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fonte: Argentina Live