El huésped

Publicado el 27 agosto 2011 por Nedda @neddai




Hoy es dos de noviembre de mil novecientos nueve, conmemoración de los Fieles Difuntos. Y como cada vez que recuerdo lo que sucedió hace justamente un año, me entristezco.    Ese día, Martín Aguirre había bajado la vieja escalera de madera hasta el comedor, más iluminado por los relámpagos que por la luz escasa del amanecer.    Me encontraba somnolienta y malhumorada porque el temporal nocturno me había desvelado, y apenas lo saludé… ¿Cómo saber que era la última vez que lo vería?    Hasta bien entrada la mañana no pude superar el fastidio de tener que levantarme tan temprano, para preparar su desayuno. Pero así lo había decidido Mercedes, mi hermana mayor. Ella y Roberto, su esposo, eran los responsable del hotelito heredado de nuestros padres, gracias al que sobrevivíamos graciosamente sobre el borde este de San Lucas.    ––Paga lo suficiente y pun-tual-men-te. Así que hay que respetar sus horarios.    Lo dijo mirándome fijamente, como para asegurarse de que entendiera el mensaje. Sin embargo las molestias estaban compensadas, ya que me daba la tarde del viernes libre, dos pesos extra, y el sulky para ir a las clases de dibujo de la señora Castel, en la Escuela de Arte para Señoritas.    Esta afición hizo que me volviera más observadora y buscara lugares apropiados para inspirarme. Como el viejo cementerio que se extendía colina abajo, al otro lado de la carretera.       Desde que se inauguraran una nueva capilla y un nuevo cementerio al otro lado del pueblo, esos terrenos quedaron descuidados. Cubiertos de espinos y enredaderas, descendían hasta un cañadón profundo que se convertía en torrente cuando arreciaba la lluvia.    Muchas veces me sentí ahogada y encerrada por el círculo de colinas agrestes. No me bastaba mirar el cielo, y pensar que algún día esa misma carretera podría llevarme a otro lugar, aunque fuera por inercia. Sería por eso, que sentí lo que sentí.    Martín había llegado a “Las Colinas” en agosto del año anterior, mientras soportábamos los últimos fríos. Traía una carta lacrada, de una prima de nuestra madre que, desde Puerto Salado, lo recomendaba como “una persona decente y cumplidora”. Un soltero de buen pasar, que se hospedaría con nosotros hasta encontrar una propiedad en San Lucas. Por fin agregaba que era profesor de Filosofía y de Teología, y que no nos preocupáramos por sus “rarezas”.    Pero a decir verdad, sus rarezas consistían en hablar poco, o pedir que le subieran las comidas cuando había mucha gente, durante las ferias o celebraciones del pueblo. Esos días se quedaba en su habitación, leyendo. La mayor parte de su equipaje, eran libros.       Una tarde de septiembre, fría y soleada, crucé hasta la capilla abandonada para comenzar un boceto. Entonces lo vi, unos metros colina abajo. Estaba frente a una sepultura, con la cabeza morena gacha, y las manos juntas en actitud de rezo. No quería que me viera; retrocedí y me senté en un viejo banco de madera, detrás de un seto espeso. Me quedé garabateando líneas sin sentido sobre una cartulina en blanco. No había nadie más en los alrededores; sólo el viento del sur, y yo.    Estaba ansiosa, pero me dominé y esperé. Tenía que descubrir de quien era la tumba. Nunca había dicho que conociera a alguien por aquí, y comencé a preguntarme por qué querría instalarse en un pueblito como el nuestro.      Cuando me atreví a asomarme ya no estaba, y bajé corriendo hasta el lugar adonde lo había visto.    La sepultura estaba marcada por un semicírculo de piedra, manchado por el óxido de la cruz de hierro que la remataba. Pero estaba libre de malezas, y en su base había un hermoso jarrón lleno de siemprevivas. Leí la inscripción, conteniendo el aliento:
Eugenia María Rosell 3 de octubre de 1875 –– 2 de noviembre de 1902       Eugenia María... La sobrina del cura... La que vino a morir a San Lucas...       Por ese entonces yo tenía doce años, pero recuerdo el revuelo que provocó su llegada. Era bonita y frágil, y los ojos castaños estaban rodeados por profundas ojeras, que revelaban su condición de enferma. Se alojó en la casa parroquial, y desde la hostería podíamos verla caminar por el jardín repleto de flores, que hacían resaltar su palidez. Pero al poco tiempo dejamos de verla. Murió pocos días después.    Al año siguiente el padre Antonio fue trasladado a otra parroquia, y no tuvimos más noticias de él. En el pueblo se dijo que Eugenia era profesora de música y que venía de Puerto Salado. Por lo tanto tenía que ser el motivo de la llegada de Martín.         Si me hubiera bastado con eso, no habría tratado de entablar conversación con él, o de echar una ojeada a sus cosas. Ni tendría una teoría propia sobre su desaparición.    Porque a partir de ese día traté de sonsacarlo, y comencé por las típicas frases hechas de quien no sabe muy bien que decir.    –– ¿Le parece mejor este café que el que compramos la semana pasada?    ––Si, señorita Clara, aunque el otro también era bueno    –– ¡Mire que oscuro se puso! ¿Usted cree que lloverá?    ––Podría ser, aunque el viento sopla del oeste. Tal vez refresque y no llueva.    Y los diálogos eran todos por el estilo... hasta el día en que se cumplió el tercer aniversario de la muerte de mis padres en un accidente.    Ese día Mercedes y yo, vestidas de negro riguroso, fuimos al cementerio nuevo. Dejamos las tareas en manos de una mujer de confianza, y al volver nos abrazamos durante largo rato, sintiendo renovarse los lazos familiares.    No pude evitar andar llorando por los rincones. Entonces Martín se acercó a mí:    ––No piense que todo cuanto hay es lo que vemos, Clarita. Si no, nada tendría sentido y la vida sería de una crueldad estúpida.    Mientras hablaba puso una mano sobre mi hombro. Sentí afecto y agradecimiento, y mi interés y mi curiosidad se multiplicaron.    Así que con vergüenza, pero sin arrepentimiento, confieso que en cuanto tuve la oportunidad, entré a su cuarto y revisé los cajones de su cómoda.       En uno de ellos había una foto color sepia de una Eugenia sonriente y vital, que tenía una dedicatoria: “Por siempre suya” En el mismo cajón, unas cartas atadas con una cinta y escritas con la misma letra, me tentaron. No me animé más que a echar un vistazo, pero fue suficiente para entender.    Eran cartas de amor. Sin embargo, en la última, fechada en mayo de 1902, ella decía que necesitaba tomar distancia para aclarar sus sentimientos y que aceptaría un puesto como profesora en un colegio de Buenos Aires, desde donde le escribía. El adiós era frío; estudiadamente frío.    Terminé de armar la historia a mi manera: no quiso decirle que moriría, prefirió desengañarlo. Y él se enteró de la verdad, demasiado tarde. Demasiado tarde para estar a su lado, para cerrar sus ojos, y renovar los votos de un amor eterno. No quise saber más, ni pensar en los detalles. En ese mismo momento comprendí lo doloroso que podía ser el amor.    El tiempo siguió su curso, y un Martín cada vez más ausente cruzaba cada día al cementerio, con su infaltable ramillete. A veces estaba tan cerca, que con solo extender la mano podría haberle revuelto el cabello para ver si le arrancaba una sonrisa. Pero jamás me atreví.    Empecé a sentirme dolida. Ni siquiera manteníamos los diálogos mínimos de antes, y los echaba de menos. Me había nacido un afecto extraño hacia él, y ya no me sentía como una niña. ¡Si hasta llegué a sentirme celosa de su amor incondicional!         Por fin llegó la madrugada que vuelve a mi memoria una y otra vez, cuando se cumplía el sexto aniversario de la muerte de Eugenia.    Aún me parece verlo de pie junto al ventanal del comedor, concentrado en la lluvia que chorreaba por los cristales en largas hebras ondulantes. Sus ojos tenían una expresión ausente, que fui incapaz de descifrar. Dejé el desayuno sobre la mesa y me fui a mi cuarto; otra vez tenía ganas de llorar.    Cuando volví a la sala, a media mañana, Mercedes me dijo que había encontrado el desayuno intacto, y la puerta de entrada abierta. El huésped no estaba; había salido a pesar de la tormenta.    Pasaban las horas, y no volvía. Entonces, mi cuñado salió de recorrida para ver si lo encontraba, pero sin resultado. No quedó más remedio que acudir a las autoridades.    El agente Sánchez y su ayudante Cardales tuvieron que reforzar el plantel con un par de voluntarios, que no dejaron rincón del pueblo o de los alrededores sin revisar.    Demás está decir que todo fue inútil. Esa noche, el cielo pareció vaciarse. El cañadón se desbordó, rugió, y al fin se fue a morir al río, como siempre.    Tres días lo buscaron antes de declararlo desaparecido en el torrente, donde sus huellas se perdían. Sus pertenencias fueron embaladas y enviadas a Puerto Salado. Pero la foto y las cartas de Eugenia, quedaron guardadas entre mis cosas.          Pasados varios meses, decidimos vender “Las Colinas”. En unas pocas semanas, partiremos definitivamente hacia Buenos Aires.    Mercedes y Roberto esperan un hijo. Piensan que no tendríamos porvenir aquí, y que yo languidecería sin remedio.      El cementerio está más agreste y melancólico que nunca, pero ahora se ha convertido en mi refugio favorito.    Yo no creo que el agua se lo haya llevado, sino ella. Tal vez estén juntos para siempre en San Lucas, sin que nadie pueda verlos bajo la luz del sol.    Mantengo la esperanza absurda de volver algún día, y encontrarlo cerca de la capilla abandonada o en las colinas de los alrededores.   Mientras siga aquí, decidí ocuparme de que la tumba esté libre de malezas y el jarrón lleno de flores frescas. Tomando en cuenta las circunstancias, creo que es lo menos que puedo hacer.
        

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