Revista Literatura

El Ilusionista

Publicado el 16 marzo 2012 por Netomancia @netomancia
Cuando fundó El Ilusionista creyó estar cambiando el mundo. Sabía que solo era un periódico local, pero confiaba en que sería un éxito. Y la verdad, es que lo fue.
Un diario donde el equipo local de fútbol jamás perdía un partido de la liga, donde los robos eran esclarecidos, donde no se publicaban necrológicas sino nacimientos, en el que las noticias principales eran fiestas escolares o las murgas barriales, con fotografías repletas de color y tipografías alegres.
Como era de esperarse, la primera reacción de los vecinos fue de cautela. No sabían bien que era aquello. ¿Un periódico para desparramar felicidad? se preguntaban al leer el lema de la publicación. Algunos sospecharon de una broma, pero al ver que los ejemplares se editaban día a día, comprendieron que no era tal, sino una propuesta diferente.
Y con el paso de las semanas, triunfó. En los kioscos dejaron de venderse los demás diarios, ya sea los de circulación local como nacional. El Ilusionista era todo lo que la gente quería para leer. No había malas noticias, no aparecían fotos de masacres y el mundo hasta parecía ser mejor.
En este entonces, Pereyra, su fundador, se sentía el hombre más feliz de la tierra. Su diario se vendía y llovían centenares de cartas a la editorial por día para felicitar el contenido. El correo electrónico se veía saturado de mensajes que llegaban durante las veinticuatro horas.
Llegaron empresarios de otras partes para copiar la idea y Pereyra, encantado, se las cedió. El Ilusionista tenía espejos por todos lados. Con otros nombres, claro, pero con la misma premisa, el de alegrar a los ciudadanos. Un éxito con todas las letras. Una visión más allá de la realidad. El fundador fue condecorado por decenas de instituciones y su nombre asociado a esa palabra tan bonita como muchas veces irreal de tan solo seis letras: utopía.
Cuando fundó El Ilusionista jamás imaginó que estaba cambiando el mundo. Hoy se aborrece. Se odia. Desea abrir la ventana de la oficina en el vigésimo piso y arrojarse al vacío. No puede creer la sociedad en la que vive, la sociedad que él ha educado a través de su periódico y de la idea que concibió para que miles de empresarios repitieron su éxito en otras ciudades. Una sociedad que vive ajena a lo que sucede alrededor, a los robos, a los secuestros, a las violaciones, a los aumentos en los precios, a la corrupción creciente, a los políticos desvergonzados, a los asesinatos a plena luz del día...
Observa a través del enorme ventanal y se arrepiente, mientras piensa si aún estará a tiempo de incluir las necrológicas a partir del día siguiente.

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