Miguel Parra
Que la psicología, la pedagogía y la neurociencia trabajen juntas en proyectos de investigación empíricos es una excelente idea, algo que se venía reclamando desde hace décadas. En educación puede ser muy útil conocer los mecanismos cerebrales que intervienen en el aprendizaje. Sobre todo cuando tratamos con niños y adolescentes. Saber cuáles son las estructuras y redes que intervienen y qué grado de desarrollo presentan en cada edad puede ser crucial para programar en las aulas. Decimos que el cerebro es flexible, pero hay momentos en los que esa plasticidad es mayor que en otros. Hoy es posible saber qué ocurre cuando un alumno realiza una actividad concreta, qué áreas se activan y en qué grado. Cabe medir la atención, el grado de memorización y los tipos de destrezas que se despliegan. Son datos que conviene tener en cuenta en la pedagogía a la hora de elegir estilos de aprendizaje y metodologías. El discurso neurodidáctico carece de interés si sólo realiza una explicación global. Si no propone estrategias concretas, fundamentadas en estudios empíricos, se convierte en una moda más dentro de la pedagogía, una forma de hablar que no cambia nada. Por eso es tan importante quién debe realizar esas investigaciones y cómo. Y la respuesta es clara: deben ser los neurocientíficos los que asuman este proyecto, porque es un trabajo experimental. Lo que no conviene es que los resultados generales de las ciencias del cerebro sean utilizados por los pedagogos para hablar de procesos concretos que ocurren en el aula, pero sin haber llevado a cabo el trabajo empírico correspondiente. Algo por el estilo ocurre en la ética. También se habla de neuroética. Aquí hay otro tipo de problemas, más teóricos. Porque surge el asunto del reduccionismo y el determinismo. Los filósofos se preguntan si saber mucho del cerebro nos ayuda a comprender la dimensión ética del ser humano, si nos ayuda tanto en el plano descriptivo como en el normativo. Por muy naturalista y determinista que uno sea, es necesario hacer compatible nuestra experiencia subjetiva de la libertad con una visión materialista del mundo. Si en la neurodidáctica exigimos un trabajo experimental riguroso, en la neuroética pedimos que no se caiga en una falacia naturalista o en un reduccionismo estéril. En la realidad hay diversos niveles. Unos dependen de otros, ciertamente, pero cada nivel exhibe un marco autónomo de propiedades. Las normas y los valores surgen en el marco de las razones y los argumentos. Para ser conscientes de un valor y pensarlo, utilizamos la corteza cerebral, porque no hay nada más. De esa actividad cerebral emerge una función: el pensamiento. Para justificar una norma no acudimos a neurotransmisores porque sería mezclar propiedades de diferente nivel. Y no añadiríamos nada. Justificar una norma implica desarrollar argumentos: nos movemos en el plano de las razones y conceptos.La experiencia subjetiva de la libertad es ineludible, y es lo que fundamenta la ética. Al mismo tiempo, sabemos que somos fruto de la selección natural, y somos parte de un universo material donde hay causalidad y regularidades, aunque intervenga la probabilidad. Conseguir que encaje todo esto es el principal reto para los filósofos actuales, dice Habermas. En las próximas décadas habrá que afinar mucho más si queremos aplicar los conocimientos de la biología y la neurología a las ciencias humanas.
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