Revista Literatura

«el incendio del bosque» - robert walser

Publicado el 02 enero 2013 por Javierserrano
... un relato breve de Robert Walser, traducido por Juan José del Solar e incluido en el volumen Vida de poeta (Editorial Alfaguara)...
«EL INCENDIO DEL BOSQUE» - ROBERT WALSER
El incendio del bosque
Aún no se podía notar nada, pero de un momento a otro el monte quedó envuelto en rojas llamaradas. Las espléndidas e imponentes encinas caían calcinadas como frágiles cerillas, las blancas rocas se ennegrecían al ser lamidas por el fuego. Desde la ciudad, la gente observaba con prismáticos el ígneo espectáculo allá en lo alto, y en el lago, al pie de la montaña, el terrible incendio se reflejaba con espléndido colorido. Abajo, en las calles, los excitados habitantes corrían de un lado a otro gritando y agitando sus sombreros. Unos cuantos habían alquilado barcas y se dirigían al centro del lago para disfrutar de la visión a prudencial distancia; entre estos hedonistas había jóvenes poetas y pintores, y hasta un músico que dejaba actuar en su resonante mundo interior aquel mundo en llamas. Si más tarde llegó a componer con él una sinfonía es algo que hasta ahora no ha sido indagado. Claro está que ante un incendio natural de tales características los bomberos eran absolutamente impotentes; sonaban, sin embargo, las campanas y bocinas, y en los coches rebotaban las bombas de incendios junto con quienes las manejaban. Los concejales habían sido convocados a una sesión de urgencia a través de mensajeros o por teléfono y telégrafo. En los estanques tranquilos, recoletos, que dormitaban en antiguos jardines señoriales, el agua se iluminaba con manchas de fuego e incandescencia que todo el que pasaba junto a ellos no podía dejar de ver. El repiqueteo de campanas no tenía cuándo acabar. En lo alto, las llamas parecían poner en movimiento las campanas cada vez con mayor fuerza y violencia, de un lado para otro, provocando un fragor ininterrumpido, lanzando al vuelo varias como si de una sola y potentísima se tratase. Por ventanas que jamás se abrían, asomaba ahora la cabeza algún anciano o anciana, una criada fiel a la que nadie conocía, o un caballero de nariz aguileña y cabello blanquísimo, para ver, oír o hacer sabe Dios qué otra cosa. El invisible y familiar terror corría por las calles, llamaba a los viejos portales de más de un jardín, trepaba por las paredes y hasta golpeó en la frente a una señorita que estaba bordando junto a la ventana; el carpintero había dejado de cepillar; el cerrajero, de martillar; el zapatero, de clavar; el sastre, de coser; el peón de albañil, de remover tierra con su pala; el sepulturero, de excavar; el relojero, de pulir; el sabio, de estudiar; todos tenían ahora un nuevo e idéntico oficio: aguardar angustiados el final de la catástrofe. De las localidades circundantes, diseminadas por campos y colinas, fue llegando un rumor de piernas que corrían, de cabezas y brazos que se agitaban, de vehículos que saltaban, ciclistas que pedaleaban, mujeres que chillaban, niños que eran empujados, lloraban, caían y volvían a levantarse; en el paso a nivel hubo un atasco de personas, bicicletas e improperios hasta que el tren pasó y se pudo continuar. Siempre aquel campaneo y ese terrible color rojo, como si en algún lugar, en algún rincón perdido, el mundo hubiera sido incendiado por un pícaro grosero y sobrenatural, por algún dios; como si las campanas no hubieran podido tañer ni repiquetear sin aquel rojo, y el día, cual rostro velado por una airada vergüenza, debiera quedar cubierto por esa ígnea rubicundez. A ratos parecía un grandioso y decorativo fresco escenográfico que representaba un incendio, hasta que algún ruido venía a sumarse y recordar la plástica y movediza realidad. Ahora el fuego parecía arder más en el cielo que en la tierra, a tal punto lo había enrojecido. A su lado, el sol poniente era como una lamparilla mate, incapaz de atraer un solo ojo sobre sí. Las señales del corno se interrumpían con frecuencia, como si tuvieran que tomar aliento para volver a sonar. A varias horas de camino, dijeron luego los periódicos, se veía ya el espléndido y triste cuadro, y los que estaban lejos, en remotas calles, plazas, avenidas, casas y puestos de trabajo, se daban un codazo y decían: «Oye, ¿qué será aquel resplandor allá a lo lejos?» Luego cayó la noche, pero nadie se atrevió a acostarse y dormir; se encendieron las lámparas en las habitaciones, y en torno a la mesa familiar se fueron instalando madre, padre, hijo, hija, hermano, niño, hermana, tía y cuñado, y comentaron el incendio del bosque y los terribles daños que había ocasionado. Mucha gente subió hasta la amplia zona del siniestro, que se extendía por toda la montaña y todavía silbaba, echaba humo y crepitaba al extinguirse. Al día siguiente, todo el mundo pudo ver una montaña no verde, sino negra y humeante; el hermoso bosque estaba calcinado, todos sus deliciosos rincones secretos, el musgo sobre las altas rocas, la espesura de plantas y arbustos, los enhiestos abetos y encinas con sus brazos cargados de dulce y verde follaje, todo aquello era un espectáculo desolador, y los daños materiales, una herida casi mortal. Jamás llegó a averiguarse quién provocó el incendio, pero se cree que pudieron ser colegiales que, desde siempre, solían recorrer aquel bosque con toda suerte de materiales para encender fuego. Un pintor hizo un cuadro sobre tema; se llama Hans Kunz, es un borrachín y desprecia todas las buenas y gratas costumbres. El cuadro será colgado en el gran salón del ayuntamiento, en memoria de la gran calamidad que se abatió sobre el bosque, la montaña y la comunidad.

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