Ya se nos fue el indignado, el gran león proletario,
el romántico formulario de los derechos humanos,
el guardián del Templo Lánguido de los deberes
que nos cuestan caros. El resistente voluntario de
los mil actos buenos realizados, sin pedir por ello
aplausos. Y el hermano ciudadano, que nos gritaba:
¡Indignaos!
Así de preciso y claro.
No conocí al indignado, no tuve el gusto de
dármelo, pero admiro su legado. Nunca le serré
la mano, ni lo fundí con mi abrazo, pero respeto
al soldado y al hombre consumado y sabio. Al
molesto que incitó sin miedo al cambio, a
defecto de perder, lo ya logrado luchando…
Al juez juzgado arbitrario, al sedimento del calcio,
al estimado adversario de los bancos, al valiente
funcionario diplomático. No conocí al carismático
libertario, al padre de los que hablamos alto y sin
cuidarnos. Pero leyendo he recordado ese antaño
de estos años; escuchándolo a diario aconsejarnos.
Me fui adentrado en sus cantos y hoy lo reitero
indignado; indómito, juvenil y protestando hasta
el cansancio. Pues sus gritos se oyeron alto en el
calvario de los tiranos planetarios. ¡Indignaos,
Indignaos, Indignaos! Por qué hay tantos, que de
nada valdrá votarlos para que gobiernen atados.
Y tembló el césped del camposanto ya dejándonos,
pues mil voces los seguían imitándolo y gritando…
¡Indignaos, Indignaos, Indignaos…!
No conocí al Indignado, pero me tocó contarlo;
por poeta, por profeta y por su legendario animo.
Pues de su espectro aun se le escapa un…
¡INDIGNAOS!
Y aquí en su pueblo lo escuchamos extrañándolo.
No conocí al Indignado, pero igual lo grito alto.
¡INDIGNAOS!
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