Revista Diario

El interruptor

Publicado el 30 noviembre 2016 por Kassius9
El interruptorEl interruptor, por David Orell

El interruptor

Estaban reformando la oficina de la empresa. Sobre nosotros, colgaba el tendido eléctrico, y los zapatos se nos llenaban de polvo, en fin, era caótico. Recuerdo perfectamente que ese día miré el reloj en el preciso momento en que éste marcaba las seis en punto de la tarde, a esa hora debía finalizar la jornada laboral. Suspiré, estaba cansado, me dolía la cabeza y la nariz, congestionada por el resfriado. Las últimas semanas habían sido intensas, decenas de expedientes se acumulaban sobre mi escritorio, por lo que no podía irme sin adelantar un poco más.

Mis compañeros se fueron marchando cada uno a su hora, mientras que yo, en mi cubículo, revisaba y organizaba las tareas pendientes. El último en salir debió de creer que era precisamente el último y antes de cerrar la puerta, apagó todas las luces. De no ser por el monitor de mi ordenador me habría quedado complemente a oscuras. Resultaba paradójico ver que la hoja de Excel era todo cuanto tenía para frenar mi nictofobia. Aún así, comencé a ponerme nervioso.

«Solo son unos metros», pensé.

Seguidamente, como si la vida se me fuera en ello, me puse de pie frente al largo y estrecho pasillo, apoyé mis manos en la mesa y respiré profundamente para tranquilizarme, pues el pánico me serpenteaba por las piernas. Inicié mis pasos con cautela para no tropezar y, palpando a ciegas las paredes de los demás cubículos, fríos por el aire acondicionado, recordé a Indiana Jones cruzando el abismo sobre un puente invisible.

«¡Tanto Windows y ni una ventana en toda la oficina!», protesté, sarcástico, en voz alta. Seguí avanzando despacio, con un ligero temblor en las rodillas que trataba de controlar, pero, de repente, todos mis esfuerzos se vinieron abajo al tropezar con el cable de la impresora. Con las manos en el suelo y mi lengua saboreando la moqueta, me di cuenta de que había perdido mis gafas. Me incorporé soltando un sonoro y contundente “suputamadre” que nadie escucharía. Recuerdo que tuve la inútil idea de abrir más los ojos en un intento por ver mejor. Así que por ahí andaba yo, con la torpeza de un cervatillo recién nacido y tanteando a mi suerte con los brazos estirados. Toqué algo robusto, como un armario de plástico y supe enseguida de que se trataba de la máquina de café. Me alegré, ya que esta se encontraba a tres metros de la puerta y, por supuesto, del interruptor.

Los nervios me recorrían el cuerpo como una infestación de cucarachas y, añadiendo mi ceguera, el resfriado, el pánico y el cabreo por haberme quedado a oscuras, creí que me estaban gastando una broma, pero no. Por no haber, no había ni cámaras de seguridad.

«¡Vamos que no es nada!», grité.

A partir de ahí tenía que ir con más cuidado hasta llegar al maldito interruptor, porque junto a la máquina había una planta de esas de plástico que tanto le gusta al director de la empresa, y pegado al Poto postizo, el perchero.

Usando las manos como guías, acaricié una chaqueta olvidada, y para el colmo de mis colmos, el perchero se me echó encima golpeándome en la cara. Empecé a sangrar por la nariz, o a saber si era moco teñido de sangre, todo podía ser. A mi estúpido accidente se sumó la chaqueta, que me atrapó como una red de pescadores. Aturdido, volví a estirar la mano para encender la luz y acabar de una vez por todas con tan aparatoso momento, cuando Doña Juana apareció cantando “Tengo el corazón contento” y pulsó el interruptor. Yo la miré gritar como un cerdo huyendo de sus captores. Ella vio un monstruo de ojos saltones con mocos rojizos colgando. La pobre acabó en el suelo, con la mano en el pecho, y yo explicándole esta historia a los de emergencias que no se creían lo que me había ocurrido.


El interruptor

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