Aunque hay muchas otras versiones, todas basadas en la tragedia histórica en cinco actos que escribiera Shakespeare y representada por primera vez en 1607, viene a mi memoria ahora la película que dirigió y protagonizó Charlton Heston en 1972, junto con Hildegarde Neil en su papel de Cleopatra y otros actores, alguno de ellos españoles: no en balde, era una coproducción del Reino Unido, Suiza y España.
En su afán deslumbrador, Cleopatra intentó impresionar a Marco Antonio apostando con él delante de su corte que la reina sería capaz de organizar una cena de diez millones de sestercios. Trasladándonos en el tiempo, y para hacernos una idea aproximada, un sestercio era lo que costaba cena y cama en los hostales de la época. El desafío fue aceptado por Marcon Antonio, seguro de que le ganaría la apuesta a la primera dama de Egipto.
Llegado el momento, se sirvió la cena -pomposa, a más no poder-, pero lejos de que pudiera acercarse a la cifra apostada. Marco Antonio, pensó que tenía ganada la apuesta: él nunca apostaba más que sobre seguro.
Cleopatra, que lucía en la cena un magnífico collar de perlas, le preguntó al juez de la apuesta cuánto podrían valer cada una de las perlas de la alhaja. A lo que el juez, sorprendido por la pregunta, contestó que unos cinco millones de sestercios, la mitad de la apuesta.
Ante la vista de todos los invitados a la cena, la reina desprendió una de las perlas engastadas en el collar y la hizo rodar hacia el fondo de una copa que contenía algo de vinagre. El carbonato cálcico, material de que se componen las perlas, se disolvió en el ácido vinagre hasta que la perla desapareció del fondo de la copa. Cleopatra, apurando la copa, se bebió el vinagre y, con él, la perla.
Marco Antonio se dio por derrotado: no hizo falta que Cleopatra se bebiera una segunda perla para cubrir totalmente el monto de la apuesta.
¿Por qué cuento esta anécdota?
Mantén la expectación hasta el final, querido lector, porque me parece que a veces los que tenemos alguna dedicación a la educación, heridos de modernismo, podemos llegar a confundir lo nuevo con lo bueno, lo que no es necesariamente cierto como tampoco lo es que todo lo nuevo sea malo. Bondad y modernidad son dos categorías separadas que solo mantienen una relación concomitante.Estas vacilaciones son aprovechadas por la ignorancia para arraigar en los estudiantes -ahora, nativos digitales-, quienes la mayor parte del tiempo son también jugadores, para seguir cometiendo faltas de ortografía o perseverar en su negativa a lo terrible de enfrentarse a un folio -perdón, ahora a una pantalla o una tableta- en blanco para redactar unas líneas sin la ayuda del corrector ortográfico o de las sugerencias sintácticas del procesador de textos, aun cuando este se encuentre alojado en la nube.
Observo que en algunos entornos educativos se está imponiendo la tecnología en las aulas de manera imprudente, a toda costa. Afirmo yo: habrá ideas, conceptos, actitudes, aptitudes cuya transferencia o aprehendimiento se llevará a cabo de manera más adecuada utilizando TIC en el aula, pero ¿todo? Puede que haya otras que no.
Yo conozco buenos profesores que son buenos educadores con TIC y sin TIC: se adaptan al medio que poseen y al auditorio que les escucha. Sin embargo, tiendo a pensar que cuando alguien apuesta vehementemente por un cambio, sea cual fuere la dirección tomada, es porque su modo de hacer previo no funcionaba todo lo bien que se esperaba.
La innovación
De modo semejante, está ocurriendo con el talismán del término "innovación". Ahora, todo debe ser innovador.¡O, no...! ¡Depende!Si hay algo, un proceso, que funciona bien, ¿por qué hay que innovar para hacerlo de otra manera? No estaría justificada la inversión que exige la innovación para conseguir lo mismo que ya se conseguía antes.
Por tanto, innovación sí: cuando convenga.Así, es como yo considero que debe entrar la tecnología en las aulas: con eficacia, pero de puntillas y sin darle demasiada importancia. Como pasó por la garganta de Cleopatra la perla disuelta en un poco de vinagre.
Decidir si conviene o no, requiere practicar la prudencia, que exige un juicio certero, basado en la realidad y no tanto en corazonadas, que aunque sean percibidas románticamente puede que no sean sino infartos de miocardio.
Alfredo Abad Domingo.
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