"Hacía tiempo que Sofí deseaba desarraigar todo lo que crecía jardín adentro, liberar la tierra de las malas hierbas era como liberarse a sí misma de la hipocresía. No pretendía ahondar en los motivos que se escondían tras este anhelo, lo cierto era que, la sola contemplación de aquel vergel, le desgarraba el alma; cada flor representaba la pérdida de una caricia nueva, cada semilla germinada era un reproche a la propia esterilidad de su relación. Durante años, Luis y ella derrocharon tiempo y energías cultivando begonias, pensamiento, silencios, azucenas, renuncias, gardenias, apariencias... Fue así como sus cincuenta primaveras quedaron reducidas a un ramillete de flores secas.
Todo empezó con aquel árbol,
su suegra lo plantó junto a la casa como un guardián; parecía florecer solo a instancias de los continuos cuidados y abrazos de Luis; rió compulsivamente al recordar la imagen, su risa pronto perdió el disfraz y durante unos minutos fue solo llanto ¿Cómo confesar que competía por amor con un árbol sin que la llamaran loca? Últimamente sus raíces, se habían extendido peligrosamente bajo los cimientos de la casa, se aferraban a ella como garras perforando cañerías y baldosas; Luis inventaba excusas para todo con tal de conservarlo y allí seguía erguido, arrogante, provocador, intolerable. Siempre creyó que era algo así como el álter ego de su suegra.
Sofí entró en la casa decidida y salió armada con una sierra eléctrica.
-¡Tiempo de morir maldito!- Gritó enajenada, mientras lo seccionaba con la sierra; no se detuvo hasta verlo caer definitivamente vencido a sus pies.
Exhausta y triunfante, se tendió sobre la hierba a contemplar complacida la ausencia de su enemigo, era solo el comienzo… Y todo lo que hasta entonces fue dejó de ser en aquel instante."
Texto: María Isabel Machín García