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El lado oscuro del corazón

Publicado el 14 octubre 2011 por Lamalavida
La sordidez del tinglado legal que rodea a todo lo que tenga que ver con un divorcio es un chiste y nada en comparación con el dolor indescriptible que acompaña a la ausencia repentina de los hijos. Ése sí que es el sufrimiento con mayúsculas, al menos que yo conozca. El divorcio es, en ese sentido, lo más cercano a la agonía, lo más parecido a la muerte. Pero no se trata de una muerte fulminante e indolora, esa jauja, sino de otra, más cabrona que ninguna, lenta y agónica, salpicada de paradas cardíacas cuando ellos dejan de estar, ojos que nos los ven corazón que sí siente _¡vaya si siente!..._, de las que sólo puede sacarte el electroshok de las puñeteras visitas.
La vida paterna del divorciado con hijos _¡perdón, sin ellos!..._ es forzosamente perjudicial para la salud, porque, a nivel emocional, se convierte en una enfermiza mezcla de montaña rusa y casa de los horrores, con caídas repentinas en el pozo de la más profunda desesperación, ataques de pánico injustificado y dosis maquiavélicamente pensadas de una cierta calma, entre infierno e infierno, para mantenerte con un hilo de vida, apenas el justo que te regalan los besos y la risa de tus hijos, la respiración asistida estrictamente necesaria para que _me imagino_ puedas seguir pagando la pensión.
Pero si malo es no disfrutar de la cercanía permante de los hijos, peor resulta _lo digo por experiencia_ pasar por el lugar de la nada y el vacío, el tiempo en que, de ya para ya, dejas de verlos hasta que un documento legal rubricado por un juez, que no te conoce a ti ni a ellos, ni lo pretende porque sirve a esa señora ciega que llaman justicia, te cambia _porque para eso ha estudiado, el tío_ el nombre de papá por el de padre-visitas. En mi caso fueron tres meses de suplicio desde que salí de la que un día llamé por error mi casa, como alma que lleva el diablo, hasta que, hecho una sombra de mí mismo, pude volver a abrazarlos, porque había sido autorizado por terceros _hay que joderse con las cosas de esta mierda de mundo_ a acercarme de nuevo a ellos.
Esa experiencia sin ellos, sin saber qué diablos iba a pasar, me pasó la factura de la única y auténtica depresión de caballo de mi perra vida. Se cumplió en mí, en tanto que padre, el tópico macabramente certero de que no se da el valor justo a alguien hasta que se pierde. Creí morir mil veces en esos tres meses del demonio. Quise morir otras tantas. El banco mundial de llanto, repentino, caudaloso y sin aparente causa, estuvo a punto de quebrar por mi inconsolable culpa, tantas fueron las lágrimas _de rabia, impotencia y sufrimiento hasta entonces desconocido_ que vertí en nombre de su infantil ausencia. Esa forma de muerte sin morirte.
La soledad más atroz. La más infame de las tristezas.
Por la ausencia de mis hijos conocí el lado oscuro del corazón, la verdad _que sólo él entiende_ de que si no ser amado es una putada, no poder amar es el peor de todos los infiernos.

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